Cómo me gustaría que en España hubiese una alternancia política acorde con el mundo occidental donde se integra nuestra nación. La cantidad de horas en berrinches y mala uva que nos ahorraríamos todos. Nos limitaríamos a trabajar, a estudiar, a crear arte, a divertirnos o a practicar deportes..., según el gusto de cada uno. La política, más o menos liberal o intervencionista, la dejaríamos para las ejecutivas de los partidos y sus respectivos programas electorales, a sabiendas de que la cuestión económica sería el factor determinante a la hora de sopesar las intenciones de una u otra formación.
Pero todo lo anterior, que es la situación más corriente en países con democracias bien asentadas y sin “memorias históricas” que recuperar, aquí, en España, no es posible valorarlo en su justa medida, puesto que no se le da ninguna prioridad ostensible, más bien al contrario, y cuentan mucho más otros aspectos artificiales de la política que los partidos regionales, sedicentes nacionalistas pero en realidad separatistas, han ido creando a lo largo de los últimos 25 años, hasta convertir esas artificialidades en necesidades vitales que satisfacer con urgencia.
Por lo tanto, lo que hoy día marca la política del gobierno de España es la necesidad de reconocerles a los separatistas su condición de integrantes de una nación distinta a la española, también la obligación de aceptarles su imposición idiomática en el territorio que controlan, incluyendo la difusión al ámbito europeo, y de recompensarles al coste que sea preciso por unas balanzas fiscales que aseguran deficitarias desde hace décadas. Y no hay más. Esas son todas las preocupaciones que hoy, en la España de los 44 millones de habitantes, ocupan a un gobierno socialista que no es capaz de ponerse ante el espejo y de preguntarse a sí mismo: ¿Qué estas haciendo, insensato? Y lo peor de todo, al menos a mi entender, es que de ese gobierno de mercachifles ideológicos, entre los que incluyo a cualquier cargo de libre designación, aún no haya habido nadie capaz de presentar su renuncia en desacuerdo con el rumbo sin brújula que se sigue. No acierto a comprender cómo es posible que de entre los miles de cargos socialistas (nacionales, regionales y locales) no hayan surgido ya unos pocos que exhiban en la mano su dimisión y se desahoguen ante un centenar de periodistas. No, que yo recuerde aún no ha habido nadie así. ¿De tan baja estofa es nuestra clase política?
Así, pues, ni hay más preocupaciones vitales que las descritas, magnificadas hasta convertirlas en una cortina de humo que tape sus incompetencias de gestores públicos (algo especialmente aplicable en el caso de los gobiernos separatistas), ni debe haberlas, porque en el momento en que la nación, el idioma propio y la compensación financiera en forma de acaparamiento de infraestructuras dejase de orientarse en la dirección conveniente, ésa que todos sabemos cuál es, Rodríguez Zapatero duraría de presidente del gobierno de España lo que tardase en formalizarse una moción de censura. No digamos nada si se paralizasen los proyectos de nuevos estatutos que tanto ambicionan, alguno de ellos muy avanzado como el catalán. Porque de no conseguir los españófobos sus metas propuestas, metas perfectamente definidas para cada legislatura, no hay ninguna duda de que morirían matando y llevándose por delante a todo bicho viviente. Y Zapatero lo sabe, y le horroriza que algo así pudiera sucederle a él.
En circunstancia normales, que desde luego no son las que se dan en España, yo no le dedicaría mucho más de una hora, cada dos o tres días, a repasar la prensa en Internet, pero en la actualidad ésa es una decisión poco recomendable si se desea estar bien informado. Son de tal calibre y de tal abundancia las trastadas políticas que comete a diario este Gobierno, por llamar de algún modo a los que ahora mandan, que ni pasándose uno 10 horas diarias ante la pantalla de Internet, con actualizaciones reiteradas a los diversos medios, lograría ponerse al corriente de tanto entuerto. Si todo fuese como en un país normal, repito, no estaría escribiendo este artículo, entre otros motivos porque no habría tenido la necesidad de crear Batiburrillo.
Pero esa necesidad la advertí, con perdón, al poco de comenzar a gobernar ZP, a quien entonces ya le suponía incompetente e interesado (sus catastróficos años de oposición le delataban), como podrá comprobar quien desee hacerlo en los artículos iniciales de esta bitácora, pero no le creí tan borrico como para llegar a cargarse la España cuyo gobierno está encantado de presidir. Me da la impresión que el control de la nación española se le está yendo de las manos a cada minuto. Y lo que es más grave, no parece que le importe gran cosa. Sin embargo, lo que no acabo de entender es que la gente no lo perciba de ese modo. Me refiero a la mayoría del pueblo, que parece encandilada ante un fulano dispuesto a venderle su alma al diablo con tal de completar la legislatura en la misma poltrona.
De acuerdo en que los medios de comunicación son filo-socialistas en su mayoría, por distintos motivos. De acuerdo, también, en que el pueblo come, cena y duerme con los telediarios de este Régimen de sectarios. Pero yo igualmente veo esos informativos y no por eso me siento inclinado a rendirle pleitesía a un político tan zopenco. De modo que si yo, que me considero del más puro montón, soy capaz de advertir la deriva socialista hacia la nada, ¿cómo es posible que gente mucho más inteligente y culta siga respaldando a ese líder de la nada? ¡No me lo explico, rediós! ¿Seré yo, acaso, quien esté fuera de la realidad de este mundo y no sea capaz de valorar la política de Zapatero? La verdad sea dicha, comienzo ya a dudarlo.
Publicado el 22 de junio de 2005
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