lunes, 27 de noviembre de 2017

Salomón o Blancanieves, tanto da


La idea de España de ZP la estamos viendo estos días en su propio partido. Partido, un vocablo usado con la más absoluta propiedad cuando al PSOE multiforme y quebradizo se refiere uno. La fragmentación de los socialistas en capillitas no es de ahora, sino de siempre, sólo que hubo una larga etapa, larguísima para algunos, en la que un hombre de carácter llamado González, tramposo y corrupto pero de carácter, lo controló todo con mano de hierro y con la ayuda de otros muchos tramposos entre los que destacaron Guerra o Rubalcaba. Sí, ese mismo Guerra que se alegra ahora de que el tío del bigote (Aznar) no salga en la tele y ese mismo Rubalcaba al que nunca le oímos pronunciarse sobre la idea de España porque lo suyo es el papel de esbirro y azote del PP.

De González ya vimos que le interesaba presidir España y confundirse con España. Él era España, la España más cañí y pelafustana que ha padecido la democracia. La del paro, la subvención y el dormir la siesta a cuenta de la Unión Europea. La del déficit público que acabarán de pagar los nietos de nuestros nietos aun cuando Aznar lo redujo sustancialmente. De Zapatero observamos que le interesa presidir un Gobierno de no se sabe qué país y sobre todo que no le confundan con España. Con España o cualquiera de las 17 españas que a él le valen, como se demuestra a través de las variopintas opiniones de los presidentes de federación del PSOE, presidentes que ZP que no es capaz de controlar y, lo que es más grave, ni siquiera lo intenta.

De un lado tenemos al manchego Bono (ahora ministro), al extremeño Ibarra y al gallego Vázquez (Pérez Touriño se pronuncia más bien poco), que nos hablan a menudo de una patria llamada España y de su inalterable unidad. De acuerdo en que lo hacen con otras palabras, pero ése es el poso que nos queda de lo que dicen. De otro lado nos encontramos con el parloteo a destajo del catalán Maragall (con su acólito Montilla) y del vasco López, para quienes España es poco menos que una nación opresora a la que hay que desarticular y fulminar hasta en el nombre y en la bandera. Las ciudades de Gerona y Lérida, gobernadas por los socialistas, son ejemplo del ultraje a la enseña de todos. Cierto que también es otro el leguaje que utilizan los socialistas catalanes y vascos, pero escuchándoles te da la sensación de que está a punto de llegar el camión que trae la carga de postes y alambre de espinos para fijar las nuevas fronteras.

Finalmente tenemos al andaluz Chaves, al asturiano Álvarez y al aragonés Iglesias, que están a verlas venir en espera de coger en marcha el tranvía que más les favorezca en lo personal. De los otros presidentes de federaciones socialistas no citados quizá sería mejor olvidarse de ellos, si bien cabe afirmar que cada uno es de su padre y de su madre, como el balear Antich, por ejemplo, considerado más catalanista que Carod y Maragall juntos y por lo tanto un auténtico adicto a la anti España. O del murciano Abellán, que le pide a los componentes de la plataforma Agua para todos que no le hagan el juego al PP, como si los murcianos tuviesen que renunciar a cualquier tipo de desarrollo que suponga gastar un poco más de agua mientras al Ebro se le saltan lágrimas, acomplejado, ante tanto caudal inútil que vierte en Deltebre.

Frente a tantas fieras sueltas que asestan dentelladas a todo lo que se mueve y que pretenden, además, orinarse en cada uno de los matojos de su territorio para marcarlo como propio, con aroma de singularidad o sin ella, ZP recuerda a ese bwana u hombre blanco ataviado de aspecto bucólico, armado con una sonrisa de icono e interesado en que no se le bajen los calcetines a juego con su sahariana y pantalones cortos. Un bwana que ha decidido no tener en cuenta a las fieras, como si no existiesen, al objeto de lograr su único objetivo: Cruzar la sabana porque al otro lado de la llanura cree que le esperan las minas del rey Salomón o la casita de Blancanieves. Ni él mismo lo sabe y tanto le da.

El bwana piensa que según vaya adentrándose su grupo en la escabrosa planicie, un grupo en el que abundan las mensaib bien acicaladas con modas de la metrópoli y cosméticos en paquetitos, las fieras de la sabana irán calmando su instinto al cerciorarse de que el explorador sólo ambiciona pasar por allí sin ser percibido ni molestado. Un explorador que además está dispuesto a consentir que cada jefe tribal practique la antropofagia si le viene en gana.

No importa que la bestia cercana al río impida que otras beban al negarles el agua. Tampoco preocupa demasiado que desde ese territorio cercano al mar, allá en el norte, el jefe de la manada tolere que sus cachorros acaben con ejemplares de otras especies. Es igual que buena parte de las reservas de caza del sur se hayan quemado porque el cacique de la tribu local se ocupó más bien poco de limpiar la maleza. No importa nada, pero nada en absoluto, con tal de franquear una llanura tan enorme, tan agotadora para las fuerzas del hombre blanco, que incluso podría tardar cuatro años en cruzarla si antes no sucumbe de un zarpazo de las fieras más próximas y sanguinarias.

Se le ha oído decir al bwana que se trata de cruzar la sabana a toda costa, que lo que conviene es llegar a la meta aunque el hombre blanco jamás vuelva a ser el señor de la reserva. Una gran reserva, grande y hermosa en verdad, que tras haberla cruzado no importa quede segregada en toda clase de parajes incomunicados entre sí y en manos de las fieras. Lo verdaderamente importante, lo que en realidad cuenta, es hacer el viaje como jefe de la expedición, sonriendo a uno y otro lado de la sabana, dejando claro que no se ha visto a ninguno de esos carroñeros que nos miran con avidez desde la espesura. Al hombre blanco sólo le preocupa que los calcetines a juego de la sahariana no se le bajen demasiado y antes de llegar ya ha decidido que le da lo mismo si al final de su etapa encuentra a Salomón o a Blancanieves.

Artículo publicado el 9 de septiembre de 2004

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