Convenientemente instalada en la seguridad de la URSS, Dolores alabó el pacto entre Hitler y Stalin, otorgó su bendición a la invasión y reparto de Polonia y denunció a las democracias por haber, según la versión oficial soviética, desencadenado la guerra. Lógicamente, la canción a entonar cambiaría en junio de 1941. Con la invasión de la URSS por las tropas alemanas, Hitler volvería a ser el terrible fascista de antaño y las democracias las encargadas de luchar, en alianza con la Unión Soviética, por la libertad.
En la lucha por el poder en el PCE abierta tras la muerte de José Díaz (e incluso antes) en 1942, se impuso La Pasionaria a Jesús Hernández y sus seguidores: Hernández, de forma harto ingenua, buscó el apoyo de los comunistas de base; la astuta Pasionaria sabía bien que la candidatura triunfante sería la que obtuviese el apoyo del amo soviético. Los secuaces del derrotado que no cambiaron a tiempo de bando y realizaron la correspondiente autocrítica, sufrieron las inevitables represalias y el propio Hernández pasó a ser considerado “traidor y enemigo del pueblo”. La razón de la purga era explicada por Ibárruri con su habitual desparpajo y falta de escrúpulos morales: “Hernández y Enrique Castro fueron enviados a las filas del partido por el enemigo, y el enemigo los mantuvo camuflados hasta que consideró llegado el momento de que se arrancaran el antifaz”. Curiosamente, el momento elegido por “el enemigo” fue el más conveniente para La Pasionaria.
A finales de los 40, a punto estuvo la indomable Dolores de perder la vida a causa de una grave pulmonía. Como correspondía a una elitista dirigente de primera línea, La Pasionaria fue atendida en una lujosa clínica y se le suministraron antibióticos traídos especialmente de Estados Unidos. La igualdad en el paraíso de los trabajadores era en ocasiones muy poco igualitaria. Según sus memorias, aprovechó la convalecencia para leer a autores que abarcaban desde Tito Livio a Marx, pasando por Cervantes.
Al tiempo que se culturizaba, Dolores mostraba un absoluto alejamiento de la realidad y el mayor de los desprecios hacia sus compatriotas exiliados en la URSS que, menos afortunados que ella, no disfrutaban de las ventajas de ser miembros de la privilegiada nomenklatura. Especialmente repugnante fue su comportamiento con los niños españoles, a los que llegó a reprochar severamente el pensar demasiado en la comida y poco en la revolución proletaria. Evidentemente, la estricta Pasionaria no tenía especial dificultad para conseguir los mejores alimentos. El calificativo de “madre buena” que le otorgó su compinche de correrías Alberti, no pasaba de ser un reclamo propagandístico. No dudó tampoco en humillar y tratar como apestados a su ex amante Antón (antigua “revelación de nuestra guerra”, al que no perdonó que la abandonara por una mujer más joven), a su marido Julián Ruiz y a su fiel secretaria Irene Falcón. Daba así buena muestra de su firme e inquebrantable “temple estalinista”, elogio máximo para un comunista. De todas formas, peor suerte corrieron otros comunistas españoles como Joan Comorera, Quiñones, Trilla o Monzón, acusados de “revanchistas” o “aventureros”.
Una vez fallecido Stalin, el nuevo líder Kruschev denunció parcialmente sus crímenes en el XX Congreso del PCUS en 1956. Dolores se amoldó a la nueva postura soviética sin el menor trauma o remordimiento aparente. Con su habitual hipocresía, alegó “desconocimiento” de tales crímenes y, como no podía ser de otro modo, alabó la sabiduría del nuevo líder al criticar el culto a la personalidad de su anteriormente adorado Stalin. Las amplias tragaderas de la camarada Dolores daban para eso y para mucho más. Es probable, no obstante, que no percibiese las consecuencias que tendría para su propio liderazgo en el PCE la denuncia del culto a la personalidad.
En 1960, el ambicioso Carrillo (al que en su momento había intentado depurar Ibárruri) se haría con el poder en el PCE y Dolores pasaría a ser una mera figura decorativa. Anteriormente había apoyado las invasiones y masacres contra los demócratas alemanes, checoslovacos y húngaros. Sólo en 1968 suscribió una leve crítica por la invasión soviética de Checoslovaquia. Regresó a España en 1977 y sería elegida diputada, pero su tiempo político ya había pasado. Falleció en 1989, entre los elogios de comunistas y no comunistas, coincidiendo con la caída del Muro de Berlín. La causa a la que había dedicado servilmente toda su vida se extinguía al mismo tiempo que ella.
Retomando el principio, tal vez un niño que estudie en uno de los muchos centros educativos llamados Dolores Ibárruri que existen en nuestra geografía pregunte a sus padres a quien debe el nombre su colegio. Algunos padres lo tendrán fácil recurriendo al solidario Serrat o a Paul Preston, para quien La Pasionaria “con sus discursos y sus emisiones radiofónicas hizo mucho para mantener vivo el espíritu de resistencia a la dictadura y de lucha por la democracia en España”. Yo lo tendría bastante más difícil para explicarle a mi hijo que el nombre de su colegio honra a la mujer despiadada que en una ocasión declaró, y creo que es su mejor epitafio político, que “es preferible condenar a cien inocentes que dejar escapar a un culpable”.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 8 de septiembre de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios moderados.