jueves, 13 de diciembre de 2018

Sobre la Guía del Peregrino y la persecución religiosa (II)

Profanación de tumbas. ¿Habrá vileza más grande hacia nuestros fallecidos?

Conseguida una holgada mayoría por el Frente Popular tras las elecciones de febrero de 1936, merced a fraudes e ilegalidades más que como resultado del número de votos obtenidos en las urnas, continuó el acoso contra los católicos, denunciado en las Cortes por diputados derechistas que no fueron rebatidos. Favoreció la generalización de dicho acoso la imposición del poder desde las calles por parte de los revolucionarios y la dimisión del gobierno como defensor del orden legal vigente: violencia contra personas y bienes, prohibición de actos y liturgias católicas, profanación de cementerios… Estas arbitrariedades motivaron la protesta, tan enérgica como respetuosa, del cardenal Vidal ante el presidente Azaña, protesta que caería en saco roto.

Iniciada la Guerra Civil en julio de 1936, se recrudeció en el territorio frente populista la ya implacable persecución contra los católicos por el mero hecho de serlo al margen de consideraciones de índole política, siendo asesinadas miles de personas. Reflexión especial merece la circunstancia de que no fueron pocos los casos de terribles torturas, ultrajes y humillaciones que sufrieron estos desdichados mártires (decía san Agustín que al mártir no lo hace la pena sino la causa: mártires son aquellos que mueren por profesar la fe cristiana). Estos tormentos gratuitos, al igual que las profanaciones de sepulturas y lugares de culto o las irreverentes parodias sacras, confirman un plan específicamente antirreligioso y desmienten por completo palabras como las del señor Bosch Gimpera, acríticamente asumidas por los desmemoriados históricos: “No hubo tampoco persecución para la religión; los eclesiásticos muertos […] no lo fueron por ser eclesiásticos sino por supuestos fascistas”.

Sobre la magnitud de la persecución contra la Iglesia dejaron fehaciente constancia izquierdistas menos preocupados por cuestiones propagandísticas que los que padecemos en la actualidad. Andreu Nin, que sufriría en propias carnes las torturas de sus supuestos aliados, declaró sobre “el problema de la Iglesia” que “nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”; el comunista José Díaz no tuvo inconveniente en reconocer: “En las provincias en que dominamos la Iglesia ya no existe. España ha sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy día aniquilada”; según el nacionalista vasco Manuel Irujo “todos los altares imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones han sido destruidos, los más con vilipendio […] A los sacerdotes y religiosos se les ha dado caza y muerte de modo salvaje”. 

La Iglesia se posicionó claramente a favor del bando franquista, posicionamiento plasmado en la carta colectiva de los obispos del 1 de julio de 1937, documento razonable dadas las circunstancias y en el que se hacía expresa mención al perdón y al fin del odio. No firmaron este escrito ni el cardenal Vidal y Barraquer ni el obispo Múgica. El primero, pese a encontrarlo “admirable en el fondo y en la forma”, por temor a que se le diese una interpretación política; el segundo por su desacuerdo con el fusilamiento de sacerdotes vascos por las tropas franquistas, sacerdotes que fueron asesinados por motivos políticos al ser acusados, real o imaginariamente, de separatistas. La muerte de estos curas provocó las protestas de la jerarquía eclesiástica y Franco ordenó poner fin a los fusilamientos. No tendrían tanta fortuna otros desventurados no pertenecientes al clero.

En ambos bandos en lucha hubo llamamientos a la piedad y la misericordia. La Iglesia no permaneció ajena a tan humanitaria tendencia y se alzaron voces, entre ellas las del Papa Pío XI y la del cardenal Pacelli, que abogaron por la compasión y la caridad. El cardenal Antoniutti intervino personalmente para intentar conseguir el indulto del católico Carrasco Formiguera. Las gestiones realizadas al efecto (“silencio cómplice”, recuerden, para algunos) resultaron, desgraciadamente, infructuosas y el político catalán fue fusilado. Hubo, sin duda, en el seno de la Iglesia personas intransigentes que no mostraron propósitos de reconciliación, pero no fue ésta, ni mucho menos, la tónica general. 

Visto lo visto, no acierto a advertir donde radican la tergiversación, la barbaridad, el adoctrinamiento, el odio, el fomento de la división, la desinformación o el victimismo en la escuetísima referencia hecha en la Guía del Peregrino a la brutal persecución sufrida por los católicos en España durante la II República y la Guerra Civil. Sí percibo, en cambio, que hace falta tener muy poca vergüenza para atreverse a calificar como estos señores han hecho la innegable realidad de miles de muertos por sus convicciones religiosas: inconcebible me resulta que en agosto de 2011 haya elementos que pretendan seguir ocultando la realidad de una crudelísima persecución religiosa cuyos pormenores son perfectamente conocidos (y reconocidos por algunos de sus instigadores) desde hace más de siete décadas. Si la verdad nos hará libres, parece haber muchos interesados en convertirnos en esclavos.

Autor: Rafael Guerra
Publicado el 2 de septiembre de 2011

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