Quema de conventos en 1931, así comenzó la República soñada por la izquierda. |
Se recoge en la Guía del Peregrino de la Jornada Mundial de la Juventud editada por el Arzobispado de Madrid la siguiente reflexión: “Durante los años treinta del siglo pasado la Iglesia padeció en España la persecución religiosa más sangrienta que se conoce en la historia del cristianismo, con casi siete mil mártires: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y numerosos laicos. Medio millar ya han sido beatificados”.
Muy mal ha sentado en diversos ámbitos el anterior juicio y distintos medios y colectivos han puesto el grito en el cielo. Para los procomunistas de “El Plural” se trata de una “tergiversación de los obispos” encaminada a “adoctrinar a los jóvenes”, al tiempo que sí lamentan la muerte de catorce curas vascos asesinados por el bando franquista, el “silencio cómplice” de la Iglesia en el asesinato de Carrasco i Formiguera o en el exilio del cardenal Vidal y Barraquer, “opositor al golpe de estado”.
Desde Europa Laica, la constatación de la persecución religiosa es “una barbaridad” que “fomenta el odio, el adoctrinamiento y el fundamentalismo religioso”. El portavoz de la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores ha calificado lo expuesto en la Guía del Peregrino como “una irresponsabilidad” dirigida a gente “joven y manejable”. Creen en Redes Cristianas que la Iglesia “fomenta la división” y “lleva a conclusiones erróneas a quienes no están informados”. El presidente de la Federación Estatal de Foros de la Memoria, haciendo gala de una particular visión histórica, entiende que la persecución religiosa obedeció únicamente a “cuestiones políticas”, equipara la muerte de miles de religiosos con la de catorce sacerdotes vascos y “obreros” y critica el “juicio victimista y parcial de la Iglesia”, que “juega a beatificar a los mártires”.
Como la misma libertad que tienen estos señores para expresar su opinión es la que me asiste a mí, haré uso de ella para exponer mi punto de vista sobre la cuestión de la persecución religiosa padecida en España durante la II República y la Guerra Civil. Con una diferencia fundamental con respecto a ellos: al no creer yo que mis palabras gocen de presunción de infalibilidad intentaré aportar algún argumento que corrobore mi exposición.
Proclamada la República el 14 de abril de 1931, al día siguiente el diario católico “El Debate” publicaba en un editorial: “La República es la forma de gobierno establecida en España; en consecuencia, nuestro deber es acatarla”. A estas palabras se ciñó el comportamiento mayoritario de la jerarquía eclesiástica española, con la anuencia de la Santa Sede, y así lo transmitieron distintos prelados (Múgica, Irurita…) a la masa católica. No mostró el régimen republicano en sus primeros pasos el mismo respeto hacia la mayoritaria población católica, como demostró con la expulsión del obispo Múgica, con su pasiva complacencia hacia los incendiarios de iglesias y conventos en el mes de mayo (según El Socialista “El pueblo está dispuesto a no tolerar. Han ardido los conventos: esa es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista”; para “Crisol” “Los hombres que […] quemaron iglesias prestaron un servicio muy estimable”) o con su aguda legislación anticlerical.
El artículo 26 de la Constitución de la II República (demasiado moderado para, entre otros, los socialistas) sancionaba legalmente la disolución de los jesuitas y la nacionalización de sus bienes e imponía a las demás órdenes religiosas la prohibición de ejercer la industria, el comercio y la enseñanza; las incapacitaba para adquirir y conservar bienes más allá de los destinados a su vivienda o “al cumplimiento directo de sus fines primitivos” y dejaba abierta la puerta a la nacionalización de sus pertenencias. Según Alcalá-Zamora, la Constitución “invitaba a la guerra civil”; entendió Lerroux que “la Iglesia no había recibido con hostilidad a la República […] Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto”; en opinión de Ortega y Gasset “El artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia me parece de gran improcedencia y es un ejemplo de aquellos cartuchos detonantes”.
A finales de 1931, tras haber recibido a los cardenales Vidal e Ilundáin, escribía Azaña: “En algunas cosas sería prudente acceder a lo que piden”. No obstante, apenas iniciado 1932 se retiraban de las escuelas los símbolos religiosos (medida tan legal como gratuita e hiriente), se disolvía la Compañía de Jesús y se secularizaban los cementerios. Ese mismo año se producirían nuevas violencias contra iglesias y conventos en Zaragoza, Córdoba, Cádiz, Sevilla y Granada, sin que las autoridades mostrasen excesivo celo a la hora de impedir los ataques y perseguir a los maleantes.
En mayo de 1933, las sectarias Cortes Republicanas aprobaban la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, duramente criticada, por ejemplo, por Alcalá-Zamora o Carrasco Formiguera. Esta ley, ajena a cualquier consideración democrática, limitaba el ejercicio del culto católico sometiéndolo al libre arbitrio de la autoridad local de turno.
La revolución de octubre de 1934, encaminada a acabar con la República, supuso un claro precedente de lo que sucedería dos años después. Los sacerdotes fueron considerados enemigos del pueblo y como tal, siguiendo los cánones revolucionarios, fueron tratados. Perseguidos como alimañas por los elementos más radicales, 34 religiosos fueron asesinados durante las trágicas jornadas asturianas. Contradiciendo al presidente de la Federación Estatal de Foros de la Memoria, que justifica alegremente la persecución religiosa por motivos políticos, sólo el violento fanatismo anticatólico puede ser el origen de la bárbara matanza: no creo que, pongo por caso, los vilmente asesinados seminaristas de Oviedo (16 años tenía el más joven de ellos) tuviesen especial significación política. En la intentona revolucionaria no se libraron de los ataques e incendios los edificios religiosos, incluida la Catedral de Oviedo. En Cataluña fueron asesinados dos franciscanos y un sacerdote, amén de varios religiosos heridos y los ya habituales destrozos de edificios y objetos.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 28 de agosto de 2011
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