Con motivo del trasiego de cargos políticos a que está dando lugar el resultado de las pasadas elecciones municipales y autonómicas, unido al que se espera en las nacionales del año 2012, me ha venido a la mente un librito hace tiempo leído y que conservo: "Virreyes españoles en América", cuya lectura me había resultado amena. Incluso muy interesante, por tratar de conocimientos y conceptos que para mí eran nuevos, entre ellos los "Juicios de residencia".
Actualmente, los cesantes en algún cargo político no dan cuenta alguna de su actuación. Y sin embargo, a la vista está, son numerosos los que dan la sensación de haber prevaricado para enriquecerse o favorecer a sus amigos. O al menos hay sospechas vehementes de ello. Es más, ¿de dónde esas riquezas súbitas e injustificadas que no se preocupan en ocultar? No podemos decir que afecte a todos, por la razón de que no hay nada absolutamente malo o bueno, pero es evidente que predomina lo inconfesable.
Desde tiempos muy remotos, los seres humanos precisaron agruparse para su subsistencia, defensa y mutuo socorro. Formaron agrupaciones cada vez más complejas. En principio, la familia, más tarde la tribu y, en su marcha imparable por agrupaciones sucesivas crearon la Nación, que en la mayor parte de los casos está formada por la reunión de dos o más naciones que forman otra de entidad superior.
En estos momentos, palpable es que las existentes "se han quedado pequeñas", lo que ha dado lugar a desequilibrios mundiales y a que, más o menos tarde, deba buscarse una solución que permita la supervivencia en común. En paz y bienestar.
Sea cual sea la entidad de una agrupación humana necesita de un organismo que la administre, dirija y permita adaptarse a los tiempos. Es decir, seguir la vida en un "siempre adelante" y no destrozarse con luchas intestinas (1), en su mayor parte evitables si se tiene en cuenta que tenemos un origen común y que nuestras diferencias en realidad son mínimas. Solo nos falta la unión. Y la generosidad.
Todo lo que expongo es más que obvio, pero charlemos sobre ello:
Antaño, el poder de quien dirigía una nación radicaba en su rey y era absoluto. Él disponía la administración de la colectividad a su leal saber y entender y establecía el importe y aplicación de los impuestos que gravan la Nación. Todo fijado con arreglo a su criterio, sin perjuicio de que se asesorase por quien creyera conveniente. Pero este era un acto debido a su voluntad, no impuesto por los administrados, como sucede ahora, que los reyes más bien parecen un juguete en manos de los políticos, que no vacilan en soliviantar a las masas según sus conveniencias. En España, eran bochornosas aquellas jornadas previas al 23-F en las que políticos de alta nombradía no se recataban en propalar, secundados por la masa: "Mañana España, será republicana" y los reyes eran impunemente abucheados, como sucedió en Guernica poco antes de tales hechos.
En los tiempos de los reyes absolutos eran ellos los que tenían libre disposición de los impuestos recaudados. Eran de su propiedad. Era el "tesoro del rey". Sería absurdo que se apropiara de lo que ya era suyo. Pedían más o menos dineros, con arreglo a las necesidades de la Nación, las cuales eran discernidas por su propio criterio. Pero, enriquecimiento ilícito no había lugar a ello puesto que el dinero era suyo. Era, repito, "el tesoro del rey". Quedaba la posibilidad de que los administradores designados no fueran leales, pero en todo caso era pocos y, generalmente, recibían el castigo adecuado e inmediato. Los cargos públicos no se habían multiplicado hasta límites insospechables, como actualmente sucede.
La primera vez que se dictaron reglas para controlar la moralidad de los administradores públicos tuvo lugar en el año 475, en el Imperio romano de Oriente, bajo el gobierno del emperador Zenón, que dispuso: "El juez que hubiese sido sustituido, debe permanecer durante cincuenta días en el lugar donde ejerció sus funciones, para responder ante las demandas civiles y criminales que interpusieran los afectados por su actuación".
Sin remontarnos a tiempos tan remotos, en 1371, siendo rey de Castilla Enrique II de Trastámara, el de Montiel, origen español de la actual dinastía, recibió petición incoada en las Cortes de Toro de que no diera oficios de duración superior a un año y que, una vez finalizada su gestión los designados, debían dar cuenta de cómo habían administrado las villas y ciudades bajo su jurisdicción. Posteriormente, en 1500, se promulgó una disposición para corregidores y jueces de residencia, que tuvo aplicación durante tres siglos.
Desde luego que los "Juicios de residencia" tenían fallos, pero al menos eran algo. Un control siempre temido, aunque hubiera ocasiones en que, por la razón que fuera, no se llegase a la aplicación de las normas dictadas. Pero siempre era preferible a la época actual, cuando no pocos desaprensivos y osados, a menudo faltos de preparación moral o intelectual para el desempeño del cargo al que aspiran, se presentan como candidatos a regir una agrupación humana: sea un Ayuntamiento, una Comunidad o la misma Nación. Como consecuencia de sus "cualidades", a veces resulta un desastre que conduce a los administrados a la miseria. Tal vez, incluso a la desaparición de la entidad. Y el autor de semejante "hazaña", con las normas actualmente vigentes, se va a casita (o al extranjero) a disfrutar de los caudales más o menos lícitamente adquiridos (no digo ganados) durante el periodo que ha durado su desastrosa gestión.
Cuando se da el caso, continuamente lo vemos en la prensa, que un médico, un ingeniero, un arquitecto, etc. que, aun obrando honestamente y con los conocimientos adecuados, da lugar a quebranto en la sociedad, sea material, sea de vidas o de ambas cosas, es sancionado, generalmente con dureza. Y todos lo encontramos lógico. ¿Por qué no someter a juicio la acción de un político, cuando, si su gestión es negativa, el daño que hace a la sociedad es infinitamente superior?
En cierta ocasión, en una de mis colaboraciones con Batiburrillo, opiné sobre el absurdo que suponía que fueran adjudicados cargos políticos a personas que, en forma manifiesta, no tenían capacidad ni conocimiento preciso para llevar a cabo la misión que se les encomendaba. No hace falta citar casos. ¡A calderadas! Un comentarista me respondió que eso eran las "Leyes sacrosantas de la democracia". Ha pasado mucho tiempo. Meses, tal vez un año. Todavía no he logrado discernir en qué sentido me lo dijo: si era guasa o que así debía ser la democracia. Recordé las leyes aztecas, cuando Hernán Cortés conquistó México. Estoy seguro de que los sacerdotes que ejecutaban aquellos terribles sacrificios humanos obraban de buena fe, que estaban convencidos de lo sacrosanto de sus acciones.
Los juicios de residencia tuvieron existencia incluso con alguna posterioridad a la independencia de nuestras antiguas posesiones en América, luego desaparecieron. No merece que transcriba ninguno, ni en extracto. Quien desee ampliar conocimientos, fácil es con la ayuda de Internet.
Comentario final: a la vista de la inmensa catástrofe en que está sumergida España, sería lógico que el Gobierno que se constituya como resultado de las próximas elecciones nacionales, dispusiera las medidas oportunas para restablecer los "Juicios de residencia".
No tengo la más leve esperanza de que así suceda. Sería, a juicio de los próximos gobernantes, de los que les siguieran y de los del futuro, matar la gallina de los huevos de oro.
(1) Tenía yo 11 años cuando, por primera vez, trabé conocimiento con el autor francés Pierre Benoit, a través de su novela "Könisgmark", que se desarrolla durante la I Guerra Mundial, en la que Benoit actuó como teniente de infantería del Ejército Francés. He leído sus obras completas. ¡Cómo zurra a los mormones! En otras de sus novelas, narra combates entre tropas francesas y alemanas. Es palpable su comentario in mente: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hago yo aquí? Matando alemanes, mis hermanos de raza, de cultura, de religión y exponiéndome a que ellos me maten a mi".
Lo mismo pensaba yo, aplicado a otros protagonistas, durante nuestra Guerra de Liberación.
Autor: Rogelio Latorre Silva
Publicado el 20 de junio de 2011
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