martes, 11 de diciembre de 2018

El Frente Popular (y VIII). Consideraciones generales


Creo que ha quedado demostrado que los gobiernos patrocinados por el Frente Popular fueron, a todas luces, ilegítimos. En su origen, pese a haber ganado las elecciones de febrero [hoy en día ya se sabe con certeza que no fue así], el número total de diputados frente populistas fue ilegalmente incrementado por numerosos fraudes en el escrutinio propiciados por la deserción del abatido presidente Portela, por la arbitraria actuación de la Comisión de Actas y por las flagrantes irregularidades cometidas en la segunda vuelta electoral. En su ejercicio, en el mejor de los casos al dejar patente constancia de su incapacidad para reconducir una situación revolucionaria (desórdenes, asesinatos, asaltos, incautaciones e ilegalidades varias) hacia cauces que hiciesen posible la convivencia entre españoles; en la peor de las situaciones al actuar en franca connivencia con los revolucionarios.  

En estas circunstancias yo entiendo que la sublevación cívico militar de julio de 1936 tuvo un carácter netamente defensivo ante la violencia revolucionaria y no he encontrado palabras más ilustrativas al respecto que las pronunciadas por Gil Robles: “Una masa considerable de opinión española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir” o las del obispo de Salamanca Enrique Pla: “Al apuntar la revolución ha suscitado la contrarrevolución”. En términos más coloquiales, fueron el miedo y el natural instinto de supervivencia individual y colectiva, tanto más poderoso cuanto más hay que perder (la propia vida), los principales desencadenantes de la contienda fratricida que desangraría a España durante casi tres años y que finalizaría con la inapelable victoria de las tropas franquistas. 

En realidad, para llegar a tal deducción no hay más que leer el manifiesto programático de Frente Popular, auténtico catálogo de medidas antidemocráticas y revolucionarias cuyo íntegro cumplimiento habría supuesto el violento tránsito hacia una “democracia popular” como las padecidas en buena parte de Europa tras la II Guerra Mundial. La expresa distinción entre partidos republicanos y obreros (de “acta de desacuerdos” calificaría Gil Robles el pacto del Frente Popular) lleva implícita la conclusión, demostrada por la vía de los hechos, de que los últimos ni eran ni se consideraban republicanos y en ningún momento tuvieron los gobiernos estrictamente republicanos (realmente más propio es calificarlos de jacobinos) otra fórmula que ofrecer para superar la fatal contradicción  que optar por una alocada huida hacia delante, quemando sus naves y ligando su triste suerte a los designios revolucionarios. No menos cierto es que pretender creer que una coalición de jacobinos, socialistas revolucionarios, comunistas estalinistas, comunistas del POUM y sindicalistas, apoyados con los votos anarquistas y las simpatías de nacionalistas vascos y catalanes habría de apostar por una república democrática y liberal sólo puede inscribirse en el terreno de la fantasía ofuscada o del cinismo sin parangón. 

Los republicanos entendían el pacto a largo plazo como leal colaboración para instaurar un sistema no democrático en el que la derecha fuese excluida del poder aun manteniendo ciertas apariencias legales. Para los comunistas el pacto tendría que mantenerse el tiempo necesario para que fuese un gobierno burgués y supuestamente democrático el que desarticulase “legalmente” a los partidos de derechas, allanando así tremendamente el camino hacia la dictadura del proletariado. El PSOE, con la fracción caballerista a la cabeza, dejó patente constancia de que el pacto sería meramente electoral, sin una táctica predefinida en su camino hacia el poder: bien por dimisión, por incompetencia ante los desmanes (a los que en absoluto como hemos visto era ajeno el PSOE) del gobierno republicano, bien como reacción a un golpe conservador esperaban los socialistas encabezar el gobierno que haría realidad su proyecto político. El único factor de cohesión entre los distintos partidos fue su violento anticlericalismo y su deseo de expulsar a los conservadores de la vida política española, lo cual convirtió al Frente Popular, extraordinaria plataforma electoral, en un instrumento de gobierno de nula eficacia.

No deja de ser asombrosa la miopía política del anticomunista Azaña, que indudablemente no deseaba la guerra, al sobreestimar sus propias capacidades para, dado lo precario de las coincidencias entre los frente populistas, ser capaz de encauzar las ansias revolucionarias de sus alarmantes aliados hacia posiciones más sosegadas: lamentable error de cálculo que habría de pagar con onerosa moneda de sangre el país. Vale la pena recordar un artículo de Primo de Rivera, agudísimo observador político en esta ocasión, de octubre de 1935 al que el tiempo conferiría triste carácter de profecía: “Azaña volverá a gobernar […] pero no dará con el secreto: se entregará a la masa, que hará de él un guiñapo servil […] pasará al recuerdo de nuestros hijos con la maldición de quien destruyó dos ocasiones culminantes”. Tremendamente acertado también fue el diagnóstico a posteriori de Ramos Oliveira: “Azaña será un fracasado. Un fracasado sin vuelta de hoja en la política”.

No sería menor la cortedad de vista demostrada por el político alcalaíno al designar a su sucesor al frente de la presidencia del consejo de ministros, el pirómano vocacional Santiago Casares Quiroga. Los discursos pronunciados por éste en las Cortes son de inusitada agresividad no exentos de un tono realmente alucinado: leídos 75 años después no dejan de producir escalofríos. Una vez iniciada la sublevación, Casares y Azaña quedaron patéticamente presos en la peligrosa tela de araña que, con notoria inconsciencia, ellos mismos habían ayudado a tejer: tan temerosos del proceso revolucionario en ciernes como de los propios sublevados, optó el primero por dimitir y desaparecer de la escena política; Azaña, “valor político amortizado”, vegetaría con la mirada vuelta al pasado ocupando la simbólica presidencia de una república que ya nada tenía que ver con la que él había soñado. Su dignísimo final en el exilio lo redime, a mi entender, como hombre; histórica y políticamente, sin embargo, el juicio sobre él ha de ser forzosamente riguroso.

Se ha dicho a menudo que los gobiernos jacobinos no desarticularon la esperada sublevación que, sin duda, conocían en la esperanza de que fuese fácilmente aplastada, aplastamiento del que saldría fortalecido el gobierno. No siendo descabellada esta hipótesis, más plausible me parece la ya esbozada con anterioridad: no debían de desconocer Azaña y Casares que si el levantamiento resultaba abortado o vencido los revolucionarios tendrían una ocasión de oro para hacerse con el poder desbordando a los jacobinos. Optaron así, en nuevo error de apreciación, por intentar mantener un iluso y precario equilibrio entre unos y otros, sabedores de que el ejército habría de ser el único posible valladar contra los sediciosos de izquierdas. 

En la primavera de 1936, la única posibilidad de salvación del sistema vigente tal vez pasase por la ruptura de los republicanos con los revolucionarios, que Prieto hubiese dado el paso de escindir el PSOE (parece ser que Negrín sostenía tal posición) y buscar una alianza con la legalista CEDA para, con un gobierno de cierta fortaleza, intentar reconducir la dramática situación hacia cauces más legales. Algunas gestiones se llevaron a cabo en tal sentido, pero resultaron malogradas al no existir el firme propósito por todas las partes de llevarlas a buen fin. Son inciertos de todas formas los resultados positivos que hubiese podido obtener la hipotética alianza, que a buen seguro no sería acatada por los extremistas de izquierdas y derechas, pero ha de ser motivo de lamento para todos que las exploraciones llevadas a cabo no hubiesen tenido mejor acogida por unos y otros. 

Interesante pregunta me parece la siguiente: ¿qué hubiese sucedido si las elecciones hubiesen sido ganadas por las derechas? A este respecto yo tendría en cuenta dos consideraciones: por un lado, el grueso de la izquierda (al igual que sectores de la derecha) había anticipado que no respetaría un resultado electoral adverso; por otra parte, un presumible gobierno de Gil Robles habría de contar forzosamente con el respaldo de la extrema derecha, resueltamente anti demócrata, para lograr un mínimo de estabilidad. No es descartable que el moderado líder católico hubiese sido desbordado por sus aliados al igual que le sucedió a Azaña, si bien hay que tener en cuenta que el apoyo electoral al líder católico era muy superior al del republicano y que la fuerza de la extrema derecha era muy inferior a la de la extrema izquierda. Bajo estos auspicios, yo creo que el choque armado hubiese sido igualmente inevitable, si bien tal vez de menor intensidad. Venciese quien venciese, parece claro que en España los días de la democracia habían pasado a mejor vida y se instauraría una dictadura de uno u otro signo. Lo había vaticinado el periódico anarquista “Solidaridad Obrera” en la víspera de las elecciones: “La suerte del pueblo español no se decidirá en las urnas sino en la calle”.

Entiendo que la única posibilidad de mantener la legalidad republicana se malogró por la insensata aniquilación del Partido Radical. La maniobra urdida, según todos los indicios, por Azaña y Prieto encontró en Alcalá-Zamora un firme coadjutor. La insensata colaboración de izquierdas y derechas en la tarea, unido al timorato comportamiento de la CEDA, propiciaron el hundimiento de uno de los dos grandes partidos que habían apostado firmemente por la democracia en España. Con el pretexto de unas corruptelas menores se suicidó alegremente el régimen republicano el 22 de octubre de 1935 en las Cortes, sin mayores miramientos: acaso un gobierno de coalición entre la CEDA y los radicales hubiese tenido la suficiente fortaleza y estabilidad para, al igual que sucedió en 1934, defender el sistema legal vigente desde la ley y España se hubiese ahorrado una guerra civil. Triste sino por otra parte el de don Niceto: hombre bienintencionado, contribuyó en diversas ocasiones, tan eficaz como insensatamente, a que España se viese abocada a una Guerra Civil. Aclamado por las multitudes cinco años antes, pocas voces se alzaron en su defensa tras ser expulsado ilegalmente de la presidencia de la República.

En todo caso, no pasa lo anterior de ser una mera elucubración sin mayor pretensión que la del simple esparcimiento. La historia, para desgracia de todos, sucedió como sucedió y eso no se puede cambiar. Lo único que ahora está al alcance de nuestra mano es conocerla, más allá de propagandas y desinformaciones, de sectarismos e intransigencias, con el firme propósito de que no vuelva a repetirse. 

Autor: Rafael Guerra
Publicado el 9 de agosto de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios moderados.