Sobre la mesa el cadáver del diputado Calvo Sotelo. |
El punto de no retorno en el largo recorrido hacia la guerra entre españoles se alcanzaría el 13 de julio. El día anterior había sido asesinado el teniente Castillo, oficial de la Guardia de Asalto condenado por su implicación en la insurrección del 34, amnistiado por el Frente Popular, readmitido en el cuerpo e instructor de milicias socialistas. Compañeros del asesinado teniente exigieron venganza y les fue suministrada por el ministro de Gobernación, Juan Moles, una lista de derechistas a detener. Escasa represalia debió de parecer a los fúnebres expedicionarios, que resolvieron secuestrar y asesinar a Calvo Sotelo y Gil Robles. Se salvó el último al estar ausente de su domicilio. No tendría Calvo tanta fortuna: fue sacado de su vivienda para posteriormente ser asesinado por una mezcla de guardias de asalto y milicianos socialistas afectos a Prieto y Nelken al mando de un capitán de la Guardia Civil, Fernando Condés, hombre de confianza de Prieto.
Se daba así cumplido trámite a las amenazas previamente vertidas contra él en las Cortes: a las ya relatadas habría que sumar la imprudencia del republicano Mariano Ansó (pese a la buena relación personal que mantenía con Calvo) al señalarlo como “el enemigo más caracterizado del régimen”, la sibilina advertencia del socialista Álvarez Angulo en cierta referencia “al Este”, cementerio en el cual sería abandonado el cadáver de Calvo, o las bien conocidas de Dolores Ibárruri, que también había amenazado de muerte a Gil Robles. Harto significativas del clima reinante son las palabras usadas en el diario “Claridad”, dirigido por Araquistáin, para referirse al asesinato: “Anoche, a las tres de la madrugada fue sacado de su domicilio y muerto el jefe visible del fascismo”. “El Socialista” recogería así la noticia: “El ex ministro de la Dictadura señor Calvo Sotelo ha sido muerto en circunstancias extrañas”. En opinión de Sánchez Román “la República se había deshonrado para siempre”.
El cortejo fúnebre del asesinado líder derechista supuso una extraordinaria manifestación de duelo a la que asistieron en masa miles de personas. Finalizado el entierro, en el que Goicoechea prometió, anticipando próximos acontecimientos, “imitar tu ejemplo, vengar tu muerte, salvar a España, que todo es uno”, tuvo lugar una manifestación que fue tiroteada, con el consiguiente saldo de muertos y heridos, por pistoleros izquierdistas y fuerzas de orden público. Algunos oficiales de la Guardia de Asalto que tuvieron la honradez de protestar contra estos asesinatos a sangre fría fueron arrestados y alguna unidad del cuerpo estuvo al borde del amotinamiento.
Los asesinos no fueron perseguidos (al contrario, encontraron amparo y protección en Prieto, Vidarte y Nelken); se clausuraron las Cortes; se censuró y multó a la prensa conservadora; se cerraron las sedes de Renovación Española y de la CNT, que nada tenía que ver en el asunto; se apartó del caso a un juez excesivamente diligente y se detuvo a numerosos derechistas. La reunión de la Diputación Permanente de las Cortes el día 15 supuso la confirmación de la inevitabilidad de la catástrofe. Prieto intentó equiparar los asesinatos de Castillo y Calvo Sotelo (con lo cual situaba en un mismo plano a las fuerzas de policía y a una vulgar banda de asesinos) y utilizó con impúdica demagogia el manido tema de la represión de octubre; el comunista José Díaz exigió la ilegalización de los partidos de derechas y el encarcelamiento de sus líderes; Portela Valladares hizo una inútil y patética llamada a la concordia (“¡Alto el fuego!”); el monárquico Suárez Tangil dejó patente que él y sus correligionarios se “echarían al monte”; Gil Robles, cuyos seguidores desertaban en masa hacia posiciones menos templadas, leyó la última de sus estadísticas sobre las violencias callejeras referidas al último mes (muertos, 61; heridos, 224) y vaticinó el fin de la moderación: desbordado el último dique de contención, grave y definitivamente las derechas, unidas en torno al cadáver todavía caliente de Calvo Sotelo, aceptaban con todas sus consecuencias la declaración de guerra hecha en la calle y el Parlamento por los frente populistas.
Conscientes de tal circunstancia fueron las izquierdas. Creyó Martínez Barrio que “Todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia. La Españas irreconciliadas e irreconciliables se colocaban frente a frente, con las pistolas en la mano”. El día 15 publicaba “Claridad”: “La lógica histórica aconseja soluciones más drásticas. Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Dictadura por dictadura, la de izquierdas. ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyase por un Gobierno dictatorial de izquierdas... ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo”. Y, por desgracia, tan a fondo que fue la guerra civil que la fracción más radicalizada del PSOE venía reclamando con vehemencia: supuso una verdadera calamidad para España que en la lucha interna que amenazó con descuartizar al mismo partido socialista, Largo Caballero triunfase sobre Besteiro (según “Claridad” “notoriamente inadecuado para representar al socialismo”… revolucionario, cabría añadir) o incluso sobre el siempre zigzagueante Prieto. En cualquier caso no sería "la lógica histórica" la que aconsejase "soluciones más drásticas": estas soluciones vendrían impuestas por la incansable labor de zapa de las organizaciones revolucionarias, con el PSOE en primera línea.
El día 17 se sublevaba la guarnición de Melilla. Un desquiciado Casares Quiroga, olvidadas recientes altanerías, dimitía a las pocas horas ante la brutal presión de los revolucionarios que exigían la entrega de armas. Intentó Martínez Barrio, su frustrado sucesor al frente de un gobierno nacido muerto, con la aquiescencia de Azaña y la repulsa de los revolucionarios, llegar a un pasteleo con Mola (que hubiese supuesto de facto la ruptura del Frente Popular) al que se negó el general: el arreglo que las derechas venían reclamando insistentemente y que podría haber evitado la guerra llegaba, tan sencilla como dramáticamente, demasiado tarde. Formó entonces gobierno el republicano Giral, cuya primera decisión, refrendada por Azaña, fue la entrega de armas a las organizaciones revolucionarias.
Lógico corolario a la contradicción inherente al Frente Popular, con dicho reparto de armas caía la ficticia fachada que no alcanzaba a disimular dónde radicaba el verdadero poder en la letal dicotomía entre “partidos republicanos” y “partidos obreros”, como bien sabía Largo Caballero: “Sin nosotros los republicanos no pueden existir, nosotros somos el poder”. Si algún vestigio del régimen republicano instaurado en abril de 1931 seguía vigente, suposición ésta harto dudosa, rodaba por tierra definitivamente el 19 de julio de 1936: la agonizante II República recibía así, en paradoja más aparente que real, el tiro de gracia descerrajado por quienes se hacían pasar por sus máximos valedores.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 7 de agosto de 2011
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