El primero de mayo desfilaban marcialmente por las calles de España, ante la permisividad del gobierno, milicias socialistas y comunistas, impecablemente uniformadas (“Puños en alto y dientes apretados”, recomendaba el diario “El Socialista”). Bajo la subversiva sombra de banderas rojas y retratos de Stalin, Lenin o Marx, cantando “La Internacional”, gritando consignas como “Rusia sí, España no” y exigiendo la cabeza de distintos líderes derechistas (personificados en grotescos muñecos que fueron arrastrados por la multitud), fácil es suponer la impresión que las distintas concentraciones habrían de producir entre la opinión pública anti revolucionaria.
Tagüeña describe así la escena: “Se celebró en Madrid una gran manifestación obrera […] Nuestras milicias, ya de uniforme […] aseguraron el servicio de orden […] muchos soldados se fueron uniendo a la manifestación, a pesar de la ira de algunos oficiales a los que no dejamos intervenir”. El orden a que se refiere Tagüeña consistía en “responder a cualquier provocación fascista”, función en principio reservada a las fuerzas de orden público. En Cuenca, Prieto hacía por su parte un patético llamamiento a la moderación: “¡Basta ya! ¡Basta ya!”, si bien al tiempo seguía clamando, en incoherencia muy usual en él, contra la represión del 34. Este llamamiento no encontraría el menor eco. Así, el día tres de mayo, como respuesta a la “provocación fascista” que supuso el no por viejo menos eficaz bulo de “los caramelos envenenados” ardían en Madrid varios lugares de culto y moría apaleada por la turba una mujer, resultando otras heridas. No se practicó ninguna detención y el gobierno atribuyó lo sucedido a provocaciones por parte de la derecha.
Ese mismo mes se repitieron las elecciones en Cuenca y Granada, en las que triunfó, obviamente, el Frente Popular. En un nuevo alarde de arbitrariedad, se privó al encarcelado Primo de Rivera del acta limpiamente obtenida por Cuenca al considerar la Junta Provincial las nuevas elecciones como segunda vuelta de las celebradas el 16 de febrero: mayúsculo abuso al haberse declarado éstas nulas y señalar textualmente el decreto de convocatoria su carácter de nueva elección. Para garantizar la supremacía frente populista, se encarceló a numerosos electores derechistas y los milicianos prietistas de “La Motorizada” hicieron impúdico alarde de sus pistolas en calidad de “delegados gubernativos”. Según Macarro Vera, en Granada “las milicias socialistas y comunistas impusieron su ley, paseando armadas”. Curioso ejemplo de democracia y respeto a la legalidad, a no ser que la democracia sea entendida como un doble poder, el callejero y el gubernamental, siempre el segundo a remolque de las coacciones del primero: tal circunstancia era la que regía la pisoteada legalidad republicana en la primavera de 1936.
El 6 de mayo, siendo todavía ministro de Gobernación, culpaba Casares Quiroga en las Cortes, con tono osado, duro y provocador, a las derechas del desorden callejero, haciendo firme propósito de “desarmarlas”, y reafirmaba su fiel compromiso con el Frente Popular al sentenciar: “A mí me preocupan sólo las derechas y en cambio no me preocupa la revolución social. En las masas proletarias he encontrado lealtad y ayuda para salir del trance”.
Lealtad tan ilegal y revolucionaria, es de presumir, como la del gobernador civil de Oviedo, señor Bosque, que alardeaba eufóricamente en la prensa del 20 de abril: “He nombrado delegados del Frente Popular en toda Asturias, los cuales realizan batidas antifascistas con buen resultado: meten en la cárcel a curas, médicos, secretarios de ayuntamiento y al que sea”. Indudablemente, la “justicia de clase” avanzaba con paso firme encarcelando sin misericordia a los enemigos “del pueblo”. Este mismo gobernador enviaría en junio un ofensivo telegrama a Calvo Sotelo en el que hablaba de “ajustar las cuentas debidamente”. Todo, como puede observarse, tremendamente leal y democrático para el ministro de Gobernación e inminente presidente del Gobierno.
Mayor gravedad si cabe revestirían incluso las palabras de Casares, persona exaltada, partidista, de escasa enjundia y fama de enérgico, el 19 de mayo en su presentación desde la cabecera del banco azul sustituyendo a Azaña: “Ha terminado el período de defensa de la República y hay que empezar ya con el ataque […] La República necesita todavía tomar precauciones ante sus enemigos. […] La táctica de la simple defensa no basta. […] Allí donde el enemigo se presente, si es enemigo declarado y a faz descubierta iremos a aplastarle, y en aquellos otros sitios en donde el enemigo está como embozado […] iremos también a aplastarles. […] Cuando se trata del fascismo […] yo no sé permanecer al margen de esas luchas y os manifiesto, señores del Frente Popular, que contra el fascismo el gobierno es beligerante”.
Insólitas declaraciones cargadas de agresividad en boca del presidente de un gobierno supuestamente legítimo en las que se declaraba beligerante contra la mitad de la población, pues en la jerga del momento (por otra parte no muy distinta de la actual) el calificativo de fascista englobaría a todo aquel situado a la derecha de Sánchez Román (que el día 25 haría público “reconocimiento del fracaso del llamado Frente Popular en la forma que actualmente se desenvuelve” en un manifiesto político cargado de sentido común que fue desoído). Las insensatas palabras de Casares liquidaban de un plumazo toda posibilidad de convivencia y habrían forzosamente de causar en la oposición la honda sensación de que los caminos de la concordia quedaban definitivamente vedados. En la misma sesión parlamentaria instaba el comunista Uribe a politizar la justicia “en beneficio del pueblo, que es el único que tiene derecho”. No será necesario aclarar que la expresión “el pueblo” no pasaba de ser un eufemismo utilizado como poderoso aglutinante emocional para referirse a los correligionarios del propio Uribe.
En afirmación de Ansó, numerosos diputados “enlazados muchos de ellos con los movimientos revolucionarios de Asturias y Cataluña, pretendían obtener consecuencias de tipo revolucionario de su reciente triunfo electoral. La República, según ellos debía entrar en un período de depuración y purgas”. En realidad, todos los diputados frentepopulistas estaban entroncados con la revolución de octubre, pues de ella habían hecho su principal bandera electoral, y las depuraciones eran parte fundamental del programa del Frente Popular: en la necesidad de efectuar una limpia a gran escala coincidían tanto jacobinos como revolucionarios. El mismo día 19 publicaba el diario “Claridad”: “La resurrección de las ilusiones democráticas de una conjunción republicano-socialista representaba lamentable regresión a tiempos dejados atrás por la fecha histórica de octubre”.
A la tarea de politizar la justicia señalada por el estalinista Uribe se dedicó con ahínco el gobierno de Casares: el 10 de junio se creaba un tribunal especial compuesto exclusivamente por izquierdistas para “vigilar” y exigir responsabilidades a los jueces; un día después se promulgaba una ley por la que se encomendaba a una asamblea de miembros del Frente Popular que procediese a elegir al Tribunal Supremo; el mismo mes un proyecto de ley otorgaba al gobierno la potestad de nombrar directamente los cargos de la justicia municipal. “Claridad” había explicado sin tapujos en que tendría que consistir la justicia frente populista: “Permitir que la revolución siga su espontaneidad biológica y que la ley se limite a encauzarla y legitimarla”: sin desviarse un milímetro del norte indicado por la brújula revolucionaria actuaría, al igual que había hecho Azaña, el presidente Santiago Casares Quiroga. Con razón podría decir posteriormente Lerroux que “en España ya no existía un Estado ni forma alguna de legalidad”. Conscientes de tal circunstancia, diputados de IR y UR exhortaron al gobierno a proceder con firmeza contra los abusos de los subversivos. No dio el ejecutivo ningún paso en tal dirección.
Una vez “republicanizada” la justicia, sería el turno de depurar el ejército. Se imponía también la “sindicación obligatoria” y se cerraban las sedes de la Organización Nacional Católica del Trabajo. Tremendamente interesantes son unas declaraciones de Prieto, contradiciendo al presidente Casares, a un periódico francés el 15 de junio: “Es injusto considerar a todos los derechistas como fascistas. El peligro fascista no existe, salvo que venga generado por la izquierda”. El claro conocimiento de la inexistencia de tal peligro no impidió que el socialista Jiménez de Asúa presentase en las Cortes un proyecto de ley para internar a los presos políticos en “prisiones especiales”.
Arreciaban las huelgas en las ciudades y el campo, con pretensiones desorbitadas por parte de los revolucionarios, hasta el punto de que minifundistas afiliados a partidos republicanos de izquierda abogaron porque el IRA se hiciese cargo de sus tierras. Propietarios rurales huyeron a las ciudades ante las continuas coacciones. Para frenar estas huidas encontró el gobernador civil de Córdoba una ingeniosa solución “sentando la novísima teoría de Derecho de invertir los destierros y deportaciones, haciéndolos de fuera a dentro”. No se puede negar que tal teoría era, en efecto, tan “novísima” como arbitraria.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 27 de julio de 2011
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