Finalizado el convulso mes de marzo, iniciaron abril los partidos componentes del Frente Popular ocupados en su siguiente maniobra, tan incongruente como ajena a cualquier escrúpulo legal, encaminada a hacerse con el control de todos los resortes del poder: la expulsión del presidente de la República Alcalá-Zamora, al que tanto tenían que agradecer, culminada el día 7 bajo la peregrina argumentación de que el decreto de disolución de las Cortes promulgado por éste y al que debía el Frente Popular su llegada al poder era innecesario (si bien en cada ronda de consultas con los distintos grupos políticos los jefes izquierdistas habían aconsejado encarecidamente a don Niceto que disolviese las Cortes).
De esta forma, el Frente Popular, erigido en juez y parte en detrimento del Tribunal de Garantías Constitucionales, se negaba a sí mismo, en suprema incoherencia, la legitimidad de origen. Según el diputado Fernández Castillejos, "las segundas Cortes de la República inauguran su mandato con un golpe de estado". Gordón Ordás hablaría del "tremendo resbalón dado por las Cortes al destituir al señor Presidente mediante un procedimiento anticonstitucional" y calificó tal hecho de "monstruoso". Para Martínez Barrio "nos habíamos lanzado por uno de esos despeñaderos históricos que carecen de toda posibilidad de vuelta".
El fin último de la trama fue eliminar de la escena política a quien podía suponer un freno a sus planes revolucionarios y, al tiempo, desalojar a Azaña de la presidencia del gobierno. Según el diario "Claridad", afín a Largo, Alcalá Zamora "Se había hecho culpable, por provocación, de la sangre derramada en 1934 y en la represión subsiguiente [...] No había más fundamentos de la destitución que éste". La falsedad de la anterior aseveración es evidente, ya que la supuesta provocación del presidente había consistido en admitir a disgusto la entrada en octubre de 1934 en el gobierno de tres ministros de la CEDA, partido mayoritario en las Cortes. En cualquier caso, la ilegal destitución del presidente de la República supuso un golpe de estado en toda regla por parte del Frente Popular. Interinamente sería Martínez Barrio el encargado de sustituir al defenestrado Alcalá-Zamora.
En este enredo revolucionario, que terminaría con Azaña en la presidencia de la República el 10 de mayo (cargo desde el que se dedicaría con ahínco a reformar la residencia presidencial), jugaron éste e Indalecio Prieto, según Araquistáin, el destacado papel de "tontos útiles", en la vana esperanza de que el segundo ocupase la presidencia del Consejo de Ministros contra la voluntad de Largo (si bien Prieto declararía pasados los años que Azaña nunca pensó en él como hipotético presidente de gobierno). Con la vista puesta en la elección del próximo presidente, pontificaba Largo Caballero el 11 de abril en extraordinaria loa anti democrática: "Un presidente católico desvirtuaría la República [...] Ha de ser un hombre que comprenda los beneficios que puede aportar la socialización [...] y que ni por lo más remoto haya condenado el movimiento de octubre, porque de lo contrario no ofrece ninguna garantía": el líder del partido más poderoso del Frente Popular glorificaba sin mesura la criminal insurrección contra la República y dejaba patente constancia de su arbitrario propósito de excluir de la vida pública a los católicos. Para desgracia de los entusiastas defensores de la supuesta moderación y carácter demócrata del Frente Popular, Largo no tenía en abril de 1936 su atención fijada en propagandas del siglo XXI: indudablemente la honestidad intelectual del jefe socialista era muy superior a la de sus actuales defensores.
Entre tanto, las violencias callejeras consentidas por el gobierno eran denunciadas en el parlamento por los diputados de derechas, ofreciendo minuciosas estadísticas de tales violencias nunca desmentidas. Calvo Sotelo, cuya estrella había eclipsado al más moderado Gil Robles, denunciaría en las Cortes en las tormentosas sesiones de los días 15 y 16 de abril: "Desde el 16 de febrero al 2 de abril se han producido los siguientes asaltos y destrozos; en centro políticos, 58; en establecimientos públicos y privados, 72; en domicilios particulares, 33; en iglesias, 36. Centros políticos incendiados, 12; establecimientos públicos y privados, 45; domicilios particulares, 15; iglesias, 106, de las cuales 56 quedaron completamente destrozadas; huelgas generales, 11; tiroteos, 39; agresiones, 65; atracos, 24; heridos, 345; muertos, 74".
La habitual táctica de los sucesivos gobernantes fue culpar de los desmanes a sus víctimas y exculpar a los malhechores, al tiempo que en actitud pendenciera y provocadora no faltaron las amenazas procedentes de los bancos ocupados por los representantes del Frente Popular. El propio Azaña, tras justificar a los revoltosos, interpelaría a los diputados de la oposición con descomunal furia: "Pierdan SS. SS. el miedo y no me pidan que les tienda la mano ¿No querían violencia? [...] Pues tengan violencia. Aténganse a las consecuencias". Gravísimas expresiones en boca del presidente del gobierno: la guerra civil quedaba así formalmente planteada en las Cortes y la oposición invitada a participar en ella con armas y pertrechos. Realmente inaudito. Los comunistas Díaz e Ibárruri amenazaron sin el menor recato de muerte a Gil Robles en plenas Cortes. El diagnóstico del diputado Juan Ventosa sobre el clima imperante en las sesiones de los días 15 y 16, efectuado en el propio Parlamento, resulta, por lo acertado, estremecedor: "Insultos reiterados, incitaciones al atentado personal [...] Sólo con presenciar y observar el espíritu de persecución y opresión [...] claramente se ve la génesis de todas las violencias que se están desarrollando en el país".
Las sesiones de los días 15 y 16 de abril significaron un punto de inflexión en el largo camino hacia la guerra. Perdida toda moderación, renunciaba pública y definitivamente (implícitamente ya lo había hecho con anterioridad) el ala más moderada del Frente Popular, con responsabilidades gubernamentales, a explorar sendas de paz. Las intervenciones de los jefes derechistas exigiendo que el gobierno cumpliese e hiciese cumplir la ley caían en saco roto. El certero diagnóstico de Ventosa era confirmado el mismo día 16 en las calles: el cortejo fúnebre de un oficial de la Guardia Civil asesinado dos días antes fue tiroteado por terroristas de izquierdas. Ese mismo día, un teniente de la Guardia de Asalto disparaba y hería a un joven manifestante. Tres meses después dicho teniente, apellidado Castillo, sería asesinado. Este crimen acarrearía dramáticas consecuencias.
La comprensión de las autoridades para con los violentos de izquierda reconocida por Azaña en el Congreso es corroborada por el testimonio de Manuel Tagüeña: "Contábamos desde luego con la benevolencia de las autoridades, incluso recibimos licencia de uso de armas. Una noche, guardias civiles detuvieron [...] a varios compañeros nuestros [...] Una simple llamada telefónica [...] al ayudante del general Pozas no sólo consiguió la libertad inmediata de los arrestados, sino que les devolvieran sus armas". Pocas acusaciones hay contra la flagrante connivencia de los poderes públicos con los grupos revolucionarios tan demoledoras como las del pro comunista Tagüeña.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 23 de julio de 2011
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