¿Se pueden calificar de legítimos los gobiernos sostenidos por el Frente Popular entre febrero y julio de 1936? ¿Cumplían y hacían cumplir la ley o España se deslizaba inexorablemente por la resbaladiza senda de la anarquía? ¿Era real o no la amenaza revolucionaria procedente de las formaciones más exaltadas del Frente Popular? Éstas son las preguntas a las que creo que hay que responder para discernir si la sublevación cívico militar (expresión utilizada por primera vez en un periódico gallego apenas iniciada la contienda) de julio de 1936 contra el Frente Popular puede entenderse como una dramática pero inevitable reacción defensiva de buena parte de la población. Inicio hoy, 75º aniversario del comienzo del fatal enfrentamiento armado entre españoles, una serie de artículos en Batiburrillo dedicados a exponer mi punto de vista sobre tal asunto.
Desde cierta perspectiva izquierdista, la cuestión resulta de meridiana claridad: los gobiernos patrocinados por el Frente Popular fueron absolutamente lícitos y actuaron en aras del progreso y el bien común según parámetros democráticos, sufriendo por ello el constante acoso de los sectores reaccionarios. La última expresión de este fiero acoso habría sido el criminal alzamiento de las opresoras élites tradicionales del país para defender por la fuerza de las armas sus injustos privilegios, puestos en peligro por la eficaz labor gubernamental. Tal vez se cometiesen ciertos excesos entre febrero y julio, pero habría que encuadrarlos en un paisaje de provocaciones procedentes de la derecha y ansias de venganza más que justificadas habida cuenta de la brutal represión sufrida durante el “bienio negro” y el claro peligro fascista representado por buena parte de las fuerzas derechistas.
Desde una óptica contraria, las preguntas encuentran respuesta diametralmente opuesta: los sucesivos gobiernos del Frente Popular permitieron, por acción u omisión, que España llegase a vivir una situación cuasi revolucionaria en la que la democracia no pasaba de ser mera fachada decorativa. La descomposición social e institucional habría llegado a tal nivel que incluso el gobierno incumplía su más sagrada labor de proteger la vida de sus ciudadanos, hasta el extremo de que miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado y militantes de uno de los partidos que formaban el Frente Popular habrían participado en el asesinato de uno de los principales jefes de la oposición. En semejante contexto, el levantamiento de julio habría sido la única salida posible para poner coto a la inminente revolución que amenazaba con convertir a España en un país modelado a imagen y semejanza de la URSS de Stalin.
Así, pues, las versiones son, a grandes rasgos, radicalmente contradictorias. ¿Cuál se ajusta más a la realidad de la primavera de 1936? ¿Es posible bucear entre tanta propaganda y desinformación para desenmarañar lo sucedido entre febrero y julio de dicho año? En la medida en que esta labor se consiga, se habrá respondido a las preguntas originales, único quid de la cuestión.
El origen del llamado Frente Popular, entendido como la alianza de los partidos izquierdistas mayoritarios, arranca en 1934. Propuestas en ese sentido pueden encontrarse ya en un mitin celebrado en enero del mismo año en Barcelona, dónde Marcelino Domingo abogó, en presencia de Azaña y Prieto, entre otros, por la necesidad de llevar a buen puerto dicha alianza como medio para recuperar el poder, dejando sentado en su parlamento la curiosa interpretación que tenía de la democracia: “[…] Las izquierdas que aquí inician el frente único quieren a todo trance recuperar el poder […] Si los caminos legales nos quedan cerrados […] nos lanzaremos a conquistar el poder por la fuerza. Cuando una política que beneficia al pueblo se encuentra con que el pueblo no la quiere, tiene que imponerse contra la voluntad del pueblo” (Subrayado mío).
Las anteriores palabras reflejaban el sentir no sólo de Domingo sino de buena parte de los republicanos de izquierda (así lo demostrarían en octubre de 1934 al “romper toda solidaridad” con el régimen tras la entrada de la CEDA en el gobierno) y explican en no escasa medida el porqué del fracaso de la República instaurada en 1931: sus supuestos máximos valedores se auto consideraban, en actitud excluyente y bien poco democrática, los únicos legitimados para gobernar, con absoluta independencia de cual fuese la voluntad de la ciudadanía expresada en las urnas.
Las anteriores palabras reflejaban el sentir no sólo de Domingo sino de buena parte de los republicanos de izquierda (así lo demostrarían en octubre de 1934 al “romper toda solidaridad” con el régimen tras la entrada de la CEDA en el gobierno) y explican en no escasa medida el porqué del fracaso de la República instaurada en 1931: sus supuestos máximos valedores se auto consideraban, en actitud excluyente y bien poco democrática, los únicos legitimados para gobernar, con absoluta independencia de cual fuese la voluntad de la ciudadanía expresada en las urnas.
Fracasada la insurrección revolucionaria de 1934, adquirió nuevos bríos la idea de la unión entre las izquierdas, con Prieto y Azaña, siempre bien avenidos, como máximos valedores de tal unión. Tras una intensa relación epistolar entre ambos, hacían públicas el socialista y el republicano sus intenciones en 1935, el primero en una serie de artículos publicados en prensa y el segundo en diversos mítines multitudinarios. Así, disertaba un renacido Manuel Azaña en Mestalla: “Nos juntamos aquí para inaugurar una campaña y preludiar un ajuste de cuentas. El partido de Izquierda Republicana mantiene conversaciones y trabajos con otras organizaciones para llevar a término la redacción de un plan político […] (que) ha de comprender un plan de acción parlamentaria y un plan de gobierno”. (Subrayado mío). Encontramos en este discurso una de las contradicciones que marcarían a fuego al todavía no nacido Frente Popular y que será clave para entender el posterior devenir de los acontecimientos: mientras que Azaña y Prieto abogaban por una cooperación a largo plazo tras las elecciones, Largo Caballero (que en principio se mostró reticente con la idea de cualquier alianza) concebía el pacto como una coalición meramente electoral; pasadas las elecciones cada uno de los partidos componentes del Frente Popular habría de seguir su propio camino en pos de sus respectivas utopías.
En noviembre de 1935 adquirirían un carácter más formal los propósitos de asociación izquierdista al enviar Azaña a la dirección del Partido Socialista una misiva haciendo firme su propuesta. En uno de sus oportunistas virajes tácticos, Largo (que no participó personalmente en las negociaciones) mostró su conformidad con la proposición de Azaña únicamente con fines electorales e imponiendo la presencia en el Frente Popular del PCE, al que el pacto permitía seguir al pie de la letra las directrices diseñadas desde Moscú y expuestas en el VII Congreso de la Internacional Comunista. Al respecto, declaraba Largo Caballero el 12 de enero: “[…] No hipotecamos nuestra ideología ni nuestra libertad de acción […] Vamos a la lucha en coalición con los republicanos con un programa que no nos satisface”. Insisto en que esta discrepancia es necesariamente fundamental para explicar posteriores y desgraciadas circunstancias: celebradas las elecciones quedaría claro, al igual que en otras oportunidades, que el consecuente y veterano líder socialista no acostumbraba a hablar por hablar.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 18 de julio de 2011
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