domingo, 16 de diciembre de 2018

El caramelo del Rey Baltasar



Es tradicional que el cinco de enero se celebre en los pueblos y ciudades de España la Cabalgata de Reyes para regocijo de niños y no tan niños. Parte fundamental de este generalizado regocijo son los caramelos que, a su paso, lanzan a la concurrencia los tres magos de Oriente con objeto de edulcorar la vida y el paladar. Como el ir entregando las golosinas en mano y uno a uno ralentizaría en exceso el discurrir de la regia cabalgata, van arrojando los Reyes Magos y sus diligentes pajes desde las carrozas los caramelos, existiendo la posibilidad de que alguno de los dulces obsequios pueda impactar contra algún espectador, circunstancia ésta de sobra conocida por todos los asistentes al desfile.


Sin ir más lejos, tal contingencia aconteció en la Cabalgata de Reyes organizada en Huelva en 2010, en la cual una mujer sufrió un "caramelazo" al envenenarse fatídicamente la trayectoria parabólica de un caramelo lanzado por el mismísimo Rey Baltasar. Creo yo que el desafortunado lance sólo puede, en justicia, atribuirse a la fatalidad y que cuando alguien acude a una de estas cabalgatas sabe a qué riesgos se expone. No opinó lo mismo la señora lastimada, que, ni corta ni perezosa, interpuso una denuncia contra el bueno de Baltasar.

Aquí entra en escena el juez de Huelva don Javier Pérez Minaya, que tras estudiar el peliagudo caso del "caramelazo" real ha decidido archivar la denuncia en un auto que constituye una obra maestra de exquisito humor, llegando este simpático juez –que reconoce que si bien no hay amistad sí existe un cierto "colegueo" con el denunciado– a plantear la posibilidad de existir falta de jurisdicción para juzgar al Rey Baltasar al no poder "determinarse la nacionalidad de su Majestad, pues siendo notorio que procede de Oriente, hace más de dos mil años que no se resuelve la polémica en torno a su verdadero país de origen. De ese modo, sólo conociendo su nacionalidad, aplicando las reglas de Derecho Internacional Público, podría dilucidarse a que jurisdicción y a que órgano judicial, dentro de la misma, correspondería instruir". 

A mí me parece muy bien lo expuesto con fina ironía por el juez Pérez, en su auto, tanto en la forma como en el fondo. Lamento el accidente sufrido por esta mujer, pero una cosa no quita la otra: nos estamos convirtiendo en un país de trincones y pícaros vividores, siempre bien atentos a la posibilidad de despellejar al prójimo y chupar de la teta ajena con alevosía y por el morro. ¿Qué uno se cae en la calle producto de su propia torpeza y no de cualquier irregularidad del pavimento? Nada, denuncia al ayuntamiento y a ver si suena la flauta. ¿Se ha golpeado uno contra la cristalera de un comercio por ir pensando en las musarañas? Bronca del quince y a intentar sacarle los cuartos al comerciante, dejando bien claro que ya "mis abogados" –dígase así, "mis abogados", con independencia de que se tengan o no, que acojona mucho más– se van a poner manos a la obra.

Si en la próxima Cabalgata de Reyes alguien sufre un pérfido "caramelazo" porque el Rey Baltasar, en plan francotirador alemán en Stalingrado, ha disparado el caramelo con tirachinas de mira telescópica y sensor de calor, me parece cojonudo que se le denuncie aun tratándose de uno de mis más queridos ídolos. Si el señor de la tienda de calcetines embadurna el suelo con jabón deslizante y el parroquiano de turno se cae y se rompe una pierna, denuncia al canto y que apechugue el "calcetinero" por imprudente. El resto sólo son argucias de tunantes con ganas  de enredar para vivir del cuento achacando al prójimo la responsabilidad –crematística, faltaría más– de cualquier contratiempo que, nacido de la mala suerte o la propia impericia, les pueda sobrevenir: aquí quiere trincar hasta el apuntador.

Autor: Rafael Guerra
Publicado el 2 de diciembre de 2011

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