A mi padre le encantaba echarse la siesta cualquier tarde de toros en mi pueblo. Más que nada, porque al despertar, se encontraba, en su mesita de noche, cinco mil pesetas, antiguamente y cincuenta euros, últimamente. O sea, que la fiesta le aburría soberanamente y si San Isidro lo daban por el plus, lo compraba, con el único propósito de atraer visitas al salón familiar.
Para darle a la sinhueso, como pueden suponer. Ni que decir tiene que sólo vi una corrida en su compañía y no repetí. Era imposible concentrarse en una estocada, un quite, una verónica, un natural como es debido o cualquier otro lance, con el requerimiento al cámara de que enfocara a la rubia de contrabarrera que estaba buenísima.
Mi querido y añorado tío Luis tampoco es que se desviviera por ver una corrida de toros. Sólo tragaba con las de rejoneo, como una alternativa a la imposible partida de dominó, por falta de contendientes, en tardes de corrida.
De mis queridas tías, para que hablar. No las soportan, a excepción de la pequeña, más que nada por el cachondeo y el jamón y el juntarse con la juventud.
No obstante, salvo raras excepciones, casi todos los sobrinos disfrutamos de la fiesta. Digo yo que será por la malsana influencia de nuestra abuela Quintina, que sólo era capaz de incumplir sus obligaciones, que eran muchas y de importancia, por ver de entrenar a Curro Romero, El Más Grande, según ella.
De modo que en mi familia paterna, la cosa está desigual, tirando para antitaurina, por razones que van desde las más peregrinas a las más razonables, como bien pueden suponer o adivinar.
Eso sí, a ninguno de ellos, personas perfectamente respetables, se le hubiera ocurrido esta gracieta de un personaje, perfectamente calificable como un merluzo. Del norte, claro.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 19 de agosto de 2010
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