Cuando recibí el soplo que me revelaba el lugar donde se hallaba escondido el tesoro, me resultó difícil de creer. No obstante, todas las leyendas suelen tener un fondo de verdad, la fuente era digna de todo crédito y aquella historia era tan fantástica que, forzosamente, tenía que ser cierta. Ante mí se perfilaba claramente la posibilidad de desenterrar una auténtica fortuna.
La empresa se antojaba arriscada, preñada de peligros y excesiva para un solo hombre, por lo que decidí hacer partícipe de mi secreto a un querido amigo. Tras su inicial y comprensible incredulidad, confió en mi palabra y resolvimos que merecía la pena aventurarse: en caso de coronar con éxito aquella misión suicida, la magnitud del botín que esperábamos obtener compensaría sobradamente todas las penalidades sufridas.
Convenientemente equipados partimos, pues, en pos de la gloria. La salida hacia nuestra incierta meta no fue fácil. Al sempiterno atasco que, a modo de plaga bíblica, se ha enseñoreado de mi ciudad se unieron los badenes antirreglamentarios con los que el alcalde, irreconciliable adversario ideológico, ha sembrado las calles, buscando sin duda estropear la amortiguación de nuestra moderna montura y poner fin al épico viaje apenas iniciado éste: huelga decir que no lo consiguió, en caso contrario no estarían ustedes leyendo este relato.
El acceso a la autopista fue mérito en absoluto desdeñable: antes hubimos de atravesar kilómetros de obras que, cortesía del Ministerio de Fomento, han reconvertido desde hace meses los cuatro carriles antes existentes en tan sólo dos. No tuvimos tan siquiera el placer de amenizar la interminable espera contemplando el paisaje: la profusión de materiales de construcción dispersados aquí y allá, unida a la total ausencia de vida humana en forma de operarios trabajando en el faraónico proyecto, le daban un aspecto tan desolado e inhóspito como el de la luna. A pesar de todo, logramos el objetivo de llegar a nuestro lugar de destino, aunque todavía nos aguardaban numerosas vicisitudes y el éxito de nuestra aventurada iniciativa en absoluto estaba garantizado.
Forasteros en ciudad extraña, la primera tarea fue buscar un lugar de reposo para nuestro fatigado vehículo en forma de parking a fin de recorrer a pie los últimos kilómetros hasta la ansiada meta. Conseguido no sin dificultades nuestro propósito, encaramos con energías renovadas los aproximadamente dos kilómetros restantes. No fue un camino de rosas. La orografía del terreno, en constante cuesta arriba e importante desnivel, no ayudaba, y no tardamos en percatarnos de que nos habíamos internado en territorio hostil: el cariz de las numerosas pintadas, en no pocos casos amenazantes, que deslucían las paredes de los edificios hacían pensar que un autor de Batiburrillo y su intrépido acompañante no serían excesivamente bien tratados de ser sorprendidos en la zona.
Quiso la diosa fortuna que pasásemos inadvertidos y, prácticamente a la carrera, coronamos la última loma. ¡Ahí estaba! ¡Lo habíamos conseguido! Salvo sorpresa de última hora, ante nosotros aparecía la cueva del tesoro. En aquella calle sucia y estrecha, relucía un cartel: “Rastro de objetos de segunda mano”. Subimos a la segunda planta y todas nuestras expectativas se vieron superadas: miles de libros se alineaban ante nosotros en cajas y estanterías, desesperadamente necesitados de que unas manos amigas les brindasen el calor de un nuevo hogar.
Disuelto momentáneamente el formidable dúo en virtud de las particulares preferencias literarias de cada uno, tres horas de nuestras vidas transcurrieron rápidamente manoseando, hojeando, leyendo, decidiendo… y sobre todo disfrutando: tal vez haya pocas maneras más agradables de pasar una tarde que curioseando entre miles de libros, con el añadido de que los precios son impropios de esta época. Un solo dato: 16 libros de historia, y no pocos de ellos de difícil o imposible adquisición, por ¡64,70 €! Además, y como uno tiene su gracia, la amable dependienta tuvo a bien redondear la cuestión y dejarlo en 60 € del ala. Qué quieren que les diga. Un regalo.
El viaje de regreso, una vez conseguido el maravilloso tesoro, no estuvo exento de dificultades (doy fe de que cargar con 16 tochos de tamaño considerable durante un par de kilómetros jode lo suyo) pero ciertas alegrías hacen que uno se sienta invencible y todo le dé igual.
En tiempos difíciles, tal vez muchos tengamos dificultades económicas para satisfacer las ansias de lectura y el hecho de comprar un libro nuevo suponga un coste inasumible. Pero existen alternativas, y tal vez donde ustedes viven o en localidades cercanas puedan encontrar gangas como la mía. Les aseguro que vale la pena. De hecho, ahora podría estar recreándome con un interesantísimo libro que ha costado la módica cantidad de 2,95 €; de momento no lo leeré porque ando enfrascado en una novela que me está haciendo disfrutar como un indio. Se titula "Viento de furioso empuje" y el autor tal vez les suene: se llama Pedro Espinosa García, Policronio, y he de reconocer que el tío escribe como los ángeles.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 18 de enero de 2011
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