La historia de Occidente es la historia del reconocimiento de los derechos humanos y de su fundamentación, en general, y del reconocimiento de la libertad religiosa y de conciencia, en particular. Después del derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la libertad religiosa y de conciencia se percibe como el más importante, por cuanto afecta a lo más íntimo del hombre.
Sin temor a equivocarme, puedo decir que Occidente ha hecho su travesía del desierto desde el estado teocrático al estado aconfesional o al estado laico, según el peso de la tradición en cada una de las naciones o de sus circunstancias políticas, pasadas o presentes, pagando un alto tributo.
Y dicho ello, cabe preguntarse a la vista del sufrimiento de las generaciones pasadas de europeos si estamos obligados a soportar, de nuevo, la amenaza de la implantación de un estado teocrático, propiciado y sustentado en una insoportable y silenciosa invasión de gentes provenientes de países, cuyos regímenes políticos teocráticos ya nos tocó padecer en el pasado. No, y mil veces no.
Es por ello, que mientras el Islam constituya, además de una religión, un orden jurídico político, gravemente enfrentado a nuestro orden público, su práctica pública y propagación deben perseguirse y prohibirse. No hacerlo, aborregados por unas élites acomodaticias y cobardonas, convertirá en inútil la lucha de las generaciones pasadas por el reconocimiento de nuestra dignidad de hombres libres.
Dignidad de hombres libres que, de nuevo, se pretende pisotear en la persona de un ciudadano europeo, al que se pretende eliminar, en medio del silencio cobarde de nuestros gobernantes, que no tuvieron empacho, en su día, de bajarse los pantalones ante las hordas islamofascistas, tan de su agrado.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 2 de enero de 2010
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