Nada más lejos de mi ánimo aburrir a la concurrencia con citas doctrinales, legales y jurisprudenciales, al respecto de la necesidad y conveniencia, o lo contrario, de proteger esos tipos especiales de propiedad, que se caracterizan por su carácter incorporal, no medible ni tocable. Al fin y al cabo, aunque son diferentes entre sí -su normativa protectora es distinta- comparten una característica principal: se refieren a la propiedad de un abstracto.
Por supuesto, estando lejos de mi ánimo ser insincero con los lectores y visitantes ocasionales, debo decir que mis intereses personales, o en rigor, patrimoniales, están de lado de la protección de la propiedad industrial, es decir, del derecho del inventor a producir en exclusiva el artefacto, cosa, etc. de su invención, o del derecho de aquel a utilizar en exclusiva un método de fabricación de lo que sea.
Desde luego que soy consciente de que cuando se habla del derecho de patentes, la mayoría de la población se imagina que detrás de aquello se encuentran grandes organizaciones empresariales, casi siempre favorecidas por el poder público, sino claramente mafiosas, con un poder de coacción sobre los mercados, absolutamente inasumible, si no claramente delictivo.
Yo no voy a hablar de ello, aunque sea la realidad dominante, yo voy a hablar del inventor solitario, revolucionario y clandestino, que lo es, precisamente, hasta que registra su solicitud de patente.
Solitario, porque para nada tiene detrás una organización empresarial; revolucionario, porque su producto convierte en muñeco de feria lo que hasta ahora existía y, clandestino, por razones obvias.
Pdta.: He puesto un signo de interrogación en el título, porque la continuidad de la serie depende de la aceptación del debate, por parte de los lectores.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 27 de junio de 2009
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