Lo peor de la dictadura de Franco no es que durara cuarenta años, que ya son años. Lo peor es que los segundones de la dictadura, es decir, los hijos amargados de sus prebostes, los Zapatero, Polanco, De la Vega, Rubalcaba, Bermejo, Barreda, etc., pretenden alargarla otros cuarenta años más, después de muerto aquel. Y encima, cargarnos el muerto, que es el suyo.
Porque en la ominosa década de los treinta en España no se desató una guerra entre la democracia, supuestamente defendida por el Frente Popular, y la dictadura militarista, encarnada en el General Franco. Está más que acreditado que la lucha, todavía inacabada para algunos nostálgicos, se libró entre los satélites ibéricos del totalitarismo soviético y el ejército sublevado, apoyado por los sectores más proclives al fascismo rampante en ciertos países europeos y cierta derecha acojonada por el devenir de los acontecimientos. No creo que haga falta decir, que los pocos demócratas o liberales que pululaban por la Nación, bien pronto se desentendieron de la lucha y optaron por largarse. O aguantaron el chaparrón como pudieron, dentro, a la espera de tiempos mejores.
Está claro que cuarenta años de dictadura, prebendas, canonjías, covachas y demás concesiones dan para mucho. Para tanto, como para que los segundones crezcan convencidos de que el estado natural de las cosas es que unos están para mandar, ellos, y el resto para obedecer, los otros. El mecanismo de distribución de las situaciones es lo de menos: democracia acojonada, democracia vigilada, incluso participativa o deliberativa, etc.., cualquier cosa que se sustantive democracia y que sea capaz de homologarse por los países del entorno, ahora más homologable que nunca, dada la natural inclinación del entorno y del entornado a guardar las debidas y tradicionales amistades con el islamismo anti occidental.
El caso es que el producto más acabado y mejor destilado de ese estado de cosas es Bermejo. Un Ministro de Justicia que es capaz de dejar dos meses, sesenta días, sin justicia a la Nación y ser confirmado en su puesto, provocar una huelga de jueces, que ninguno quiere hacer, y reunir a su mesa al juez de instrucción que entiende de un caso, donde se ve envuelto su adversario político, al policía encargado del asunto y a la fiscal, presta a saltar a la yugular de los adversarios encausados por aquel. Y todo ello, tras una agotadora jornada de caza de a cuatro mil euros el puesto.
Ni lo sé ni me importa si tiene o no afición a coleccionar vello de a una cuarta del ombligo. Que no lo sepa no quiere decir que no la tenga. Desde luego que ello sería cosa menor, y dicho gráficamente, me la reflanflinfla. Como me la reflanflinfla que lleve a bailar a su mujer, cuando ésta se encuentra de baja, o que se gaste lo que no está en los escritos en arreglar las bajantes del picadero. Lo que no le aguanto es lo adherido que tiene a su piel el pelo de la dehesa. De la dehesa fascistoide, chulesca y asquerosa.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 17 de febrero de 2009
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