Para el socialismo, asombrosamente vencedor, su proyecto es llevarnos a una especie de encuentros en la tercera fase. Es decir, a ninguna parte. |
Tras el aparente desencanto de estas elecciones (aparente en cuanto resultado de una esperanza que no era tal, como demostraré más adelante) llegan los análisis y las predicciones. Hay quien se siente frustrado ante la incapacidad de los ciudadanos para hacer frente a una más que evidente crisis nacional. Otros no pueden comprender que una gestión fracasada, como prueban los últimos datos económicos, encuentre un apoyo mayoritario entre los mismos que están padeciendo sus consecuencias. Están también aquellos que interpretan la victoria socialista como un cheque en blanco a las políticas de apaciguamiento, negociación y subvención del gobierno Zapatero. Partiendo de cualquiera de estas afirmaciones, de alguna combinación de ellas o de todas al mismo tiempo, el resultado no puede ser más pesimista: se certifica la desigualdad entre los españoles.
Pero este resultado de desigualdad no es, como parece, un producto de la propaganda, o una injusta imposición minoritaria, derivada de la aplicación de la ley electoral. Tampoco obedece a un particular sectarismo, ciego en su obsesión partidista, intolerante con las ideas que defiende un Partido Popular acosado, o, cuando menos, insensible al acoso al que se le ha sometido desde el gobierno. No: la desigualdad entre los españoles parte de dos conceptos incompatibles e irreconciliables de la democracia.
Uno es la democracia como expresión de la libertad, creada para la elección, destinada al servicio del individuo. Es la democracia española, producto de nuestra nación, de nuestra cultura, de nuestra economía, de nuestras carencias. Frente a esta democracia, que a mi juicio es real e imperfectamente operativa, se encuentra la democracia como objetivo, en continua formación aparente y apoyada sobre pilares que son, al mismo tiempo, susceptibles de revisión y cambio. Un ideal que nos exige moldearnos para hacernos merecedores; un fin en sí mismo al que tender, una justificación para el cambio social, territorial e, incluso, moral. Bajo esta forma difusa se amparan las fuerzas políticas que han vencido en estas últimas elecciones.
En la primera democracia, la que existe realmente, se integra también esa ensoñación manipulada por nacionalistas y socialistas. En la segunda no cabe más que aquel que acepte unas condiciones predefinidas y excluyentes.
Nadie se puede enfrentar a una promesa formulada sin un contenido concreto. Se promete libertad, pero no se concreta para qué; se prometen derechos, pero sin capacidad para otorgarlos; se promete futuro, pero es un futuro visionario, tan amable y prodigioso como cada cual desee imaginarlo. Una vez comprobado el fracaso de un camino no hay motivo para no tomar otro, al fin y al cabo nadie conoce exactamente el destino final del caminante.
Contra esta situación se ha enfrentado una parte de España, armada de razones. Empeñada en convencer, en persuadir de lo evidente. Aparentemente ha fracasado. Aparentemente. En realidad jamás ha combatido, no ha llegado a encontrarse con su adversario.
Será necesario el paro desbocado, la delincuencia asfixiante, el enfrentamiento entre españoles, es decir, la constatación mediante las características más dolorosas de la realidad, para que una parte de los demócratas fundamentalistas que hoy sueñan con sociedades perfectas descubran el verdadero y práctico sentido de la democracia. Si es que para entonces queda algo de ella.
Autor: A. Chacón (Firmas invitadas)
Publicado el 10 de marzo de 2008
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