Antigua prisión de Murcia, en desuso desde hace años y hoy en rehabilitación para ser convertida en museo. |
Durante la Segunda Guerra Mundial, a finales de 1942, como consecuencia del desembarco americano en el norte de África, fui movilizado y destinado al Regimiento de Infantería Mallorca nº 13, de guarnición en Lorca (Murcia). A poco de incorporarme, me trasladaron a un destacamento en Murcia capital, donde alojados en el Cuartel de Garay, a las órdenes de un capitán mutilado, cuatro oficiales (todos provisionales, siendo el capitán de complemento) prestamos los servicios de plaza, ya que se encontraba destacado en Canarias*, íntegro, el regimiento de Artillería nº 8, de guarnición en Murcia.
Una noche, en el segundo trimestre de 1943, no puedo precisar la fecha con más exactitud, estaba yo de oficial de la guardia exterior de la cárcel de Murcia. El edificio fue inicialmente un convento, “requisado” por los rojos y destinado por ellos a prisión. Tras la liberación de la ciudad, los nacionales continuaron dándole el mismo uso. En aquellas fechas la cárcel estaba en el límite de la ciudad, dando al campo. Actualmente, se encuentra embebida por las construcciones, próxima al Colegio de Médicos.
Sobre las 24 horas, el cabo de guardia vino a mi cuarto a darme cuenta de que un teniente coronel y un piquete de la Guardia Civil pedían entrar en la cárcel. Salí a recibirles. El Tte. coronel era el juez de Ejecutorias, y el pelotón, mandado por un teniente, el encargado de cumplir la sentencia de muerte dictada contra un recluso, antiguo miliciano condenado por sus numerosos crímenes cometidos durante la dominación roja.
Los oficiales de prisiones condujeron al recluso al cuerpo de guardia y allí entró temblando un hombrecillo, canijo, talla poco superior al metro cincuenta, con su boinica, unos cincuenta años de edad (tal vez tuviera menos, pero los aparentaba) y el aspecto de siglos de hambre, miseria e ignorancia, mucha ignorancia. Pidió, como última cena, un filete con patatas fritas y arroz con leche de postre. Tal vez la mejor cena de su vida. Toda la noche la pasó en continuos viajes al retrete, prácticamente sin tiempo para subirse los pantalones entre uno y otro viaje. Saludando continuamente brazo en alto, con gritos de ¡Viva Franco!, ¡Arriba España!, a los guardias civiles encargados de cumplir la pena.
Sin contar el pánico del hombrecillo, ya descrito, era palpable el mal rato que estaban pasando los guardias, como todos los que estábamos presentes. El Tte. coronel de Ejecutorias nos leyó, al teniente de la guardia civil, a los guardias y a mí, la sentencia por la que era condenado a muerte. No porque tuviera obligación de leérnosla, sí al advertir el desasosiego que todos sentíamos ante el inmediato destino del hombrecillo, desasosiego que, evidentemente, compartía el Tte. coronel.
Por la sentencia nos enteramos de las “hazañas” del condenado. Entre otros asesinatos, llevó a cabo el del sacerdote don Soteras, párroco de una feligresía de Murcia. Le ató por los pies, enganchando la cuerda a un carro, y le arrastró vivo durante largas horas por las calles de la ciudad, entre la complacencia de las autoridades rojas y la algazara de la chusma. Remató la operación parando ante una tasca, cortándole una oreja, que hizo freír, comiéndosela acto seguido. Tras tomarse la “tapa”, disparó su pistola contra don Soteras, matándolo, si es que tras el trato recibido no estaba ya muerto.
¡Pobre miliciano! ¡Qué duro pagó los momentos de gloria que, durante el suplicio de don Soteras, debió sentir al verse aclamado por los señoritos socialistas y la plebe! Estoy seguro que fueron los únicos momentos en su vida que se sintió importante. No despreciado. No puedo opinar sobre la pena a que fue condenado. Así eran las leyes y, de acuerdo con ellas y los hechos del miliciano, fue sentenciado a muerte. Pero los verdaderos culpables, los señoritos socialistas de turno, los “don José María Susaeta” de la localidad, como sucedió en su mayoría en toda España, supieron ponerse a buen recaudo al producirse la debacle roja.
En Murcia, como en tantos otros lugares, quedaron los pobres, los humildes, los ignorantes, destinados a pagar sus culpas. Pero los que les marcaron la línea de conducta supieron huir en su mayoría. Ya he relatado cómo murió en Madrid don José María Susaeta: lo fue “por error”, asesinado por los mismos milicianos que seguían sus doctrinas. Cuando en Murcia, aquella noche de la primavera de 1943, durante mi guardia, contemplé los hechos que relato, sentí verdadero dolor. Me dolió el corazón por el pobre miliciano, como a todos los presentes. Cuando, el mismo día que sucedió otro caso distinto, estando yo todavía en zona roja, me enteré del fin del señor Susaeta a manos de sus discípulos, justamente en aplicación de sus propias enseñanzas, no lo sentí casi nada.
Autor: Rogelio Latorre Silva
Publicado el 11 de marzo de 2008
*Nota de los editores: En la magnífica obra "Los años de Hierro", de Pío Moa, se describen con detalle los planes de los Aliados y de Hitler, a lo largo de varios años, para invadir las Islas Canarias, como plataforma para, a su vez, invadir el norte de África y las numerosas colonias francesas en ese continente, donde se producían materias primas esenciales para el esfuerzo bélico. El régimen de Franco, al tanto de esos planes por un servicio secreto bastante eficaz, o a través de filtraciones interesadas de cualquiera de las dos partes en litigio, no dudó en reforzar cuanto pudo la guarnición de las Canarias, así como la frontera pirenaica y las inmediaciones de Gibraltar. Quiso darles a entender a los posibles invasores que España estaba dispuesta a resistir por todos sus medios. De hecho, la bravura y las numerosas hazañas de los componentes de la División Azul, que llegó a ganar 32 cruces de Hierro en una sola batalla, y los grandes elogios que el muy exigente Führer les dedicó a los divisionarios, llegando a decir literalmente de ellos: "[Son] Una partida de gamberros, por su disciplina no ejemplar, si bien uno no se puede imaginar individuos más valientes [...] nuestros hombres siempre se alegran de tener a los españoles por vecinos". Pocas dudas caben que el comportamiento del Ejército español en el frente ruso, el reforzamiento de las fronteras y la determinación de luchar ante cualquier amenaza externa, con unas fuerzas armadas españolas que aún movilizaban a casi dos millones de hombres, determinaron que ninguno de los bandos en contienda se decidiese a invadir territorio español. Como bien se dice, el Regimiento de Artillería Nº 8, de guarnición en Murcia, citado en el artículo, fue uno de los que reforzó nuestras defensas en Canarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios moderados.