Pisando charcos: Una forma como otra de definir la provocación o el hecho de meterse uno en un lío. |
Tengo que reconocer que mi último artículo, “De la virilidad”, fue una provocación. Provocación intencionada, por supuesto. Y por supuesto, como sea cual sea mi personalidad y me conduzca en la vida le importan bien poco al respetable, no voy a pedir excusas haciéndome “el bueno” o el “justiciero de las mujeres”, ni voy a mover una coma de lo escrito.
Y digo que fue una provocación intencionada, porque el fin último del referido artículo era, ni más ni menos, que llamar la atención con escándalo sobre un aspecto del camino de servidumbre en que nos ha embarcado el “pensamiento ambiente”: la anulación de la diferencia de sexos, por vía de su criminal ignorancia. Y cuando digo criminal sé lo que me digo. Se confunde la igualdad ante la ley con la igualdad de trato, cuando interesa, y con la desigualdad positiva, cuando corresponde.
Pero de lo que yo quiero hablar hoy comienza antes de vérnosla con el Código Penal. Comienza en la escuela. Menos en la familia. Afortunadamente, el reparto artificioso de roles clásicos o, en rigor, tradicionales en el ámbito familiar va desapareciendo, salvo excepciones dignas de tenerse en cuenta, pero marginales.
Y digo que comienza en la escuela, como todos los experimentos de “ingeniería social”, los cuales les ha costado a la Humanidad unas cuantas decenas de millones de muertos. Y lo que caerá, al paso que vamos.
Podría echar mano de unos cuantos manuales y ensayos al respecto, pero ya que están más o menos en la quinta estantería de la biblioteca, inalcanzable sin escalera, me voy a ayudar de la casuística del entorno.
Y en consecuencia, habrá que empezar a pensar en separar a los chicos y las chicas en primero de ESO. Hasta cuarto, más o menos.
No sé o no sabemos, aunque nos las imaginemos, las razones que tuvieron nuestros sabios del Ministerio de Educación de finales de los años setenta para mezclar a nuestros chicos y chicas en todas las fases de la Instrucción. Lo que sí sé es que a estas alturas, sabiendo como sabemos que las chicas entre los once años, aproximadamente, y los dieciséis alcanzan un grado de madurez muy superior en todos lo órdenes a los chicos de esa misma edad, es de una estupidez supina mezclarlos durante el tiempo de la instrucción, con desprecio de sus diferencias naturales. El recreo es otra cosa. Resultado: niños rencorosos, niñas envalentonadas.
Y si los titulares del sitio me lo permiten, seguiré pisando charcos.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 22 de septiembre de 2007
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