Primera opción: “Ahhh…, bien”. Segunda opción: “¿Cuál es el camino más largo entre Kite y las puñetas?”. Tercera y última opción. “Kite, ¿sable o pistola?”. Todas ellas desechadas, en la búsqueda perpetua de acabar bien esta historia, aunque la literatura no opine lo mismo.
“Kite..., no me mires así. ¿Te he dicho alguna vez que no necesitas traductor simultáneo para hablar con las cabras?”.
“De momento, no te has atrevido”.
“Juanjo, hijo, ponme un güisqui y cóbrale tres al señor”.
“Charly, que sólo te has tomado uno”.
“Más el que me voy a beber ahora y otro más, dentro de un rato”.
“Ah… creía que pagabas tú” —dijo Kite, cayéndose del guindo—. “Ya me dirás que estarías haciendo de no estar aquí conmigo”.
Rato, cuya duración dependerá de lo hábil que seas para buscar una buena excusa para seguir esta conversación.
“Tocarme los huevos, en entretenida lectura de las obras completas de Javier Pradera, entre vistazo y vistazo a la canalilla de mi mujer”.
“Oye Charly, sabía que eras y eres un obseso. Lo que no sabía es que también te gustara tu mujer”.
“A ti también te gustaría si no fueras maricón. Mi mujer y las tres o cuatro guayabas que nos están mirando como si fuéramos marcianos”.
“Déjate de gilipolleces, que ya va siendo hora de que me tomes en serio. No se quién cáspita fabrica las Panamá Jack y es un tema que me preocupa”.
“Ya me dirás el porqué”.
Arriando velas. “Porque un par de esas zapato-zapatillas las lleva desde hace más de veinte años una muñeca de mi hermana. Se la hice yo”.
Mi amigo Kite, antes Quiterio, siempre ha sido brillante. Tan brillante, que se libró por los pelos de ser expulsado de los jesuitas, mereciéndolo más que yo. En aquella época éramos de izquierdas, lo llevábamos a gala. Qué conversaciones aquellas... Éramos los reyes del conocimiento de las plusvalías y su criminosa apropiación por el capital, sin haber leído el Capital, el Manifiesto y demás lecturas recomendadas por los jefes de la cosa, ahora todos Secretarios de Estado, hasta Moraleda, el más tonto de la huerta. Luego fuimos creciendo en procura de convertirnos en dos pedazos de liberales fetén. Aunque debo reconocer que Kite se pasó de frenada. Lleva a gala ser libertario, con todas sus letras.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, convenía dejar un par de cosas claras:
“Kite, si vamos a hablar del sacrosanto derecho de propiedad, vertiente propiedad intelectual, y de los diversos instrumentos que el Estado de Derecho pone a disposición de los agraviados, magnífico. Ahora bien, si pretendes que hablemos de un pleito contra los fabricantes de esas zapato-zapatillas, pon encima de la mesa 2.000 euros y, cuando llegues a tu casa, me transfieres otros 2.000 por la red. Yo no trabajo gratis, y mucho menos en agosto”.
“Charly, estás desvariando. Ni me apetece ni quiero hablar del derecho de propiedad. Ni quiero que me lleves un pleito. ¡Sólo quiero saber con quién cáspita se ha enrollao mi hermana!”.
Definitivamente, agosto no es un buen mes para trabajar
Continuará
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 10 de septiembre de 2007
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