Mi hermano Rafael
Murió en septiembre de 2006. Le faltaban dos meses para cumplir 90 años. Traumatólogo, era conocido por su caballerosidad como persona y su competencia como médico, tanto en el ámbito local (Pontevedra), como en el regional (Galicia y norte de Portugal). Tres años mayor que yo, recibió la influencia de la FUE (1) por lo que, entre la familia, era llamado, en broma, “el anarquista”, aunque nunca perteneció a ningún partido político.
El día 16 de marzo de 1936, que los socialistas incendiaron la iglesia de San Luís, en la calle de la Montera, donde posteriormente se alzaron los Almacenes Arias, llegó a nuestra casa el tío Salvador, hermano de mi madre, de Izquierda Republicana. Nada más llegar, nos enzarzamos los dos en una discusión sobre dicho incendio, cuyos prolegómenos y desarrollo yo había presenciado. Mi tío, intentando “mantener el tipo”, decía que unos “señoritos fascistas” habían disparado desde la iglesia contra una manifestación de obreros que iban pidiendo trabajo, la falsa versión que había dado el gobierno del Frente Popular. En esto llegó mi hermano, y mi tío, con los antecedentes del “anarquismo” de Rafael, intentó meterle en la discusión, pensando que le apoyaría. Al principio, Rafael estuvo callado, pero ante la reiteración de la busca de apoyo de nuestro tío, mi hermano saltó en forma tan violenta como jamás lo había visto: “¡Mientes!, tío”. Por casualidad, él también estaba en las inmediaciones de San Luís cuando los socialistas la incendiaron (Madrid, entonces era muy pequeñito). Me relegaron a segunda fila y el choque fue entre ambos familiares. Cada vez se encendieron más los ánimos, terminando mi hermano por decir: “Esto solo pasa en un régimen a cuya cabeza está un tarado como Azaña y si tú le defiendes, eres otro tarado como él”. Realmente, no aplicó el adjetivo “tarado”. Fue otro, fácil de adivinar. Mi tío, asombrado, pues en la familia siempre fuimos muy comedidos en nuestras expresiones y en el respeto, gritaba: “Rafael, ¡que soy tu tío!”. Mi hermano contestó: “Ni tío ni nada. Si defiendes esas posturas, me avergüenzo de que lo seas”. Y luego, dirigiéndose a mí (no le habían pasado inadvertidas nuestras concentraciones para el ansiado golpe de estado), dijo: “El día que vayáis a echaros a la calle, dímelo. Dadme un fusil y saldré con vosotros. Mientras, no me pidas que asista a reuniones ni cosas de esas, yo no soy político, pero para acabar con esta canalla, haré lo que sea”.
Durante la guerra, que la pasó entera en Madrid, hizo lo que pudo por nuestra causa, que no fue mucho, como le sucedió a casi todo el mundo. El terror rojo no permitía el menor respiro. Aunque, cuando tuvo ocasión, por pequeña que ésta fuera y con el riesgo que hubiera que afrontar, no dejó de actuar a nuestro favor. Como aquel capitán de Oficinas Militares, que al mecanografiar la “Orden de Operaciones” del Ejército Rojo, con copias controladas, empleaba una sola vez las hojas de papel carbón y la Orden llegaba, simultáneamente, a sus destinatarios y al EM. del Ejército Nacional. A este capitán se le debe que la ofensiva roja de Brunete, en enero de 1939, se rechazase con las solas fuerzas de cobertura.
Desde luego, mi hermano Rafael no se presentó al llamamiento de su quinta. Empezó la guerra con 19 años y la terminó con 22. De todas formas, en algo contribuyó, pues por razón de sus movimientos tuvo que ir, previa cita, a un centro de la CNT, que estaba ubicado en el número 24 de la calle del Prado de Madrid, donde se presentó con su nombre y apellidos. En medio del diálogo que sostuvo con un jefe anarquista, éste sacó un papel de la mesa y preguntó: “Tu eres hermano de Rogelio Latorre Silva, ¿verdad?”. Mi hermano, asombrado, asintió. Entonces el anarquista le dijo: “Pues tienes que cambiar de nombre. Si alguien te identifica como hermano de Rogelio, no duras ni diez minutos”.
Y le expidió un pasaporte oficial, que leí repetidas veces, que en extracto (lo que recuerdo), decía: “El camarada Rafael Fernández Yepes, pertenece, como enlace motorista, a esta XIV División del IV Cuerpo de Ejército (el mandado por Cipriano Mera), autorizándosele a circular, con su armamento reglamentario, por todo el territorio leal”. En él figuraba adherida una foto de Rafael. Certificado que supongo ahora en poder de su hijo Rafael. Este capítulo, previamente a su remisión a Batiburrillo, lo he enviado a mi sobrino Rafael, que lo ha encontrado conforme con los relatos de su padre.
El nombre y apellidos los eligió el anarquista, haciéndole ver le conveniencia de que conservase el de pila, ante posibles indiscreciones públicas, involuntarias, de amigos. Con ese certificado, mi hermano deambuló libremente por Madrid. Había dos tipos de anarquistas: por un lado, los Ángel Pestaña; los Melchor Rodríguez; el de la calle del Prado; mis porteros de Manuel Silvela y muchos más. En otro, los que cubrieron de sangre y fuego Aragón. Los hermanos Durruti eran siete. De ellos, Buenaventura murió junto al Hospital Clínico de Madrid, mandando una columna anarquista, tal vez asesinado por sus camaradas. Dos hermanos Durruti fueron falangistas. Uno de ellos, Pedro, fue asesinado en la Cárcel Modelo de Madrid, el 23 de Agosto de 1936. A Marciano se le fusiló el año 1937, en Zona Nacional, al negarse a aceptar la Unificación. Fue condenado en consejo de guerra, cuya justificación ignoro, pero que temo sería artificiosa.
Lo relatado confirma, una vez más, al señor Beleguino (La primera represalia de Falange”. Capítulo VI: los del Frente Popular tenían fichados a todos los falangistas y, por ello, pudieron exterminarlos. Nosotros no teníamos, ni hicimos, ningún fichero de socialistas y otros rojos, ni nos pasó por la cabeza hacerlo.
Autor: Rogelio Latorre Silva
Publicado el 15 de diciembre de 2007
(1) En 1931, la mayor parte de los estudiantes universitarios pertenecía a la FUE (Federación Universitaria Escolar), de tendencia izquierdista. Muy izquierdista. Por ello, durante la guerra 1936-39, raro era el “oficial provisional” del Ejército Nacional que no había estado afiliado a la FUE. Una cosa era divertirse, armando escándalo por las calles y otra, cuando llega la hora de la verdad, jugarse el destino de la nación. El general Franco, en más de una ocasión, manifestó que la guerra había sido ganada gracias a que contó con los “oficiales provisionales”. En cambio, en el Ejército Rojo hubo muy pocos “fueistas” y muy pocos universitarios. La mayor parte de los “oficiales en campaña”, así se denominaban los del Ejército Rojo, poseían la cultura del teniente Esteban Cerezo. (Véase en Batiburrillo “Sobre Peces Barba Padre”). Si el caudillo que concibe la maniobra no tiene ejecutores eficaces para llevarla a cabo, fracasa.
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