Barcelona, años 60-70, vista aérea de la plaza de España. |
Conozco Cataluña como la palma de mi mano. Suena pedante, ¿verdad? Y sin embargo es cierto. Aseguraría que cuarenta años de vivir en esa querida región española, interesándome por cada una de sus comarcas y visitándolas, en muchos casos por devoción, me dan derecho a afirmar que conozco bien el territorio. A lo largo de esos cuatro decenios, el hogar de mi familia se ubicó en la capital catalana, ciudad que me deslumbró en la década de los sesenta y parte de los setenta. Fue de tal modo, a consecuencia del esplendoroso cosmopolitismo y la vocación de modernidad que podían descubrirse en Barcelona, como surgió mi aprecio a unas cualidades envidiables —tesón, iniciativa… liberalismo— que siempre he admirado y que los catalanes poseían en abundancia.
Sí, en la Cataluña de entonces concurrían actitudes muy alejadas de la España pazguata y contemplativa de tierra adentro o del sur rural, regiones que aún eran de misa diaria en sus pueblos, donde en las cuatro esquinas que todos ellos poseían, encrucijada de caminos y de ilusiones, los hombre se reunían a partir de media tarde con ánimo de hablar de sus cosas, de holgazanear o de contar fantasías acerca de fulanito o menganito, personaje del pueblo que había emigrado y en dos años se había hecho rico. Hablo de esos pueblos donde al párroco todavía le incumbía la misión de visualizar las películas para recortarles lo que no se había cargado la censura previa, y de colocar una ficha recomendándola o no en el tablón de anuncios de la parroquia, antes de que fuese proyectada en unas salas de cine que renovaban la cartelera a diario y en las que se originaban buenos pataleos y silbidos cuando los cortes eran demasiado descarados.
En los lejanos años en los que residí en mi pueblo, antes de la aventura catalana de mi familia, no había otros medios de entretenimiento más que el cine y la radio. Eso sí, las noticias eran las mismas con independencia de la emisora que se sintonizase, porque todas estaban obligadas a conectar con el “Parte” de Radio Nacional de España. Y ya que hablo de radios, debo añadir que en Barcelona se recibía bastante bien la emisora Radio España Independiente, más conocida como la “Pirenaica”, medio antifranquista que no tenía nada de independiente puesto que, a cargo de un grupo de asalariados de la URSS —emitía desde Moscú y más tarde desde Bucarest—, se encargaba de infundirnos a los españoles cuantos eslóganes y consignas consideraban oportunos los comunistas que la manejaban.
Era algo similar a lo que recibimos hoy desde la SER y demás emisoras adictas a lo que puede considerarse, con notable semejanza, otro tipo de régimen: el zapaterino. El “Franco asesino” de entonces, pronunciado muy a menudo desde la “Pirenaica” por Carrillo o la Pasionaria —primera directora de la emisora—, es el “Aznar asesino de ahora”, renovado eslogan contra un enemigo necesario al radicalismo, que no han dejado de proferir en ningún momento ni el propio Carrillo, acreditado genocida in pectore, ni miles de personas imbuidas del mismo espíritu de rencor y ansia de desquite. La gente de Franco, eso sí, se pasaba por el forro a la “Pirenaica” y apenas le hacía caso, lo sé de buena tinta.
Autor: Policronio
Publicado el 22 de Junio de 2007
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