Rosa Díez. |
Rosa Díez es un ejemplo, difícilmente igualable, para todos los españoles. A estas alturas no hará falta describir las cualidades humanas y personales de esta valiente socialista, que antepone la lucha por las libertades en el País Vasco por encima de cualquier otra cosa. Precisamente, esta manera de hacer política le costó una siniestra invitación de su partido, el PSE, para abandonarlo. El delito: "coincidir con el PP" (sic). Porque para Rodríguez y López, se podrá coincidir con Otegi, Permach, De Juana o Txiquierdi, pero nada de diálogos ni concesiones a los peligrosísimos María San Gil, Carmelo Barrio o Antonio Basagoiti.
Estas últimas semanas, Rosa Díez ha publicado dos interesantísimos artículos titulados Gente Corriente y Buena gente en los que da con una de las claves de lo que viene sucediendo en Vascongadas desde los años setenta. Un importante sector de la sociedad vasca, el mal llamado "nacionalismo moderado" -si se matiza el nacionalismo como 'moderado', será porque el 'nacionalismo' (a secas) no lo es-, gentes acomodadas, de buen vivir y mejor vestir, gentes corrientes, buenas (?) gentes... siempre preferirá a sus hermanos tribales, aunque descarriados, exagerados, "algo" violentos... de ETA-Batasuna-PCTV-LAB-MLNV.... a las víctimas de estos verdugos. Las tribus funcionan así y la tribu vasca no iba a ser menos.
Aunque, a buen seguro, la mayor parte de los lectores de Batiburrillo habrán tenido ya ocasión de leer estos dos artículos, dejamos constancia de ellos, porque una bitácora como la nuestra no podía dejar pasar por alto estos exponentes del espíritu de libertad que defendemos.
Gente corriente
«Los verdaderamente malos son pocos; lo más peligroso es la gente corriente» - Primo Levi
Esta sentencia de Primo Levi podría haber sido escrita a la luz de lo que ocurre en el País Vasco. Pero él pensaba en los campos de exterminio nazis cuando hizo esa reflexión. Levi hablaba para estudiantes, en el transcurso del periplo universitario que organizó una vez concluido su libro «Si esto es un hombre». Respondía así a la pregunta de unos alumnos sobre la maldad. Levi describía con esas palabras la falta de piedad de los alemanes corrientes, esa inmensa mayoría que veía cómo desaparecían sus vecinos sin preguntarse qué había sido de ellos.
Pensaba en la «gente de orden» que veía el humo de los crematorios y se limitaba a taparse la nariz. Pensaba en las «buenas gentes» que cruzaban de acera para no saludar a un judío con el que habían compartido celebraciones familiares unos días antes de que fueran señalados por los nazis como enemigos de la raza aria. Pensaba en todos aquellos que prohibieron a sus hijos jugar con los hijos de los «malditos judíos». Levi pensaba en la buena gente que, de repente, perdió hasta la piedad.
Si Levi hubiera vivido en Euskadi y en nuestro tiempo podría haber hecho la misma afirmación refiriéndose a los nacionalistas. En el País Vasco no hay limpieza étnica porque resultaría imposible: estamos tan mezclados, es tan mestiza nuestra sociedad, que tendrían que matarse entre ellos. Por eso aquí se puso en marcha la limpieza ideológica.
Somos tan «iguales» que tuvieron que empezar a matarnos para hacernos diferentes. Ahora ya somos diferentes. A los judíos los distinguían por su «estrella de David»; a nosotros, «los vascos diferentes», nos distinguen porque nunca vamos solos. Nosotros, «los vascos diferentes», somos los que tenemos la capacidad de movimiento restringida; ellos son los que disfrutan de todos los derechos que la Constitución española nos reconoce como ciudadanos. Nosotros, «los vascos diferentes», somos los que vivimos amenazados; ellos son los que viven en libertad.
Antonio Aguirre fue agredido por un genuino representante de la «gente corriente», de la «buena gente», de esa «gente de orden» que milita en el partido que gobierna Euskadi desde que hay democracia en España. Los dirigentes del PNV han exculpado inmediatamente al agresor: «perdió los papeles», «está apesadumbrado por la imagen del partido que ha dado, llevado por la tensión del momento», «se sintió acosado», «no quiere ensuciar el buen nombre del partido». Ni una sola palabra de disculpa hacia el agredido. El agredido es culpable; el agresor, una pobre víctima que «perdió los papeles». Buena gente.
Nada más peligroso que una situación en la que los dirigentes de un partido político de gobierno disculpan la agresión a un militante de un movimiento cívico, embozándose en la mentira y en la superioridad moral del agresor: «le conocemos de siempre...», «les provocaron...». Los «provocadores» eran siete. Los provocados, mil. Y, según se puede escuchar en los diferentes vídeos colgados en Internet, «los mil provocados» consideraban «españoles de mierda» a esos siete magníficos que osaban enfrentarse a la «pacífica» manifestación. Bueno, también les llamaban «asesinos», y «cerdos», y «asquerosos». Pero lo que sin duda pasará a los anales de los batzoquis será cómo fue posible que siete «españoles de mierda» consiguieran acorralar a mil vascos de pura cepa...
Da miedo. Sobre todo después de escuchar a la portavoz del Gobierno vasco decir que «están planteándose denunciar al Foro Ermua por la contramanifestación (¿?)». Tiene razón Antonio Aguirre cuando dice en la entrevista publicada en El Correo que el problema ya no es que el Gobierno no te defienda; lo grave es que es el propio Gobierno el que te pone en la diana. Aunque Aguirre nos recuerda a todos que «... los primeros que nos empezaron a llamar fachas y extrema derecha fueron Odón Elorza y José Antonio Pastor. Entonces les solicité que no pusieran al Foro en el punto de mira de ETA».
Da miedo la impunidad que algunos dirigentes de los partidos democráticos prestan a la violencia y a los violentos. Da miedo porque conocemos y recordamos la historia. El «ciudadano corriente» que el lunes agredió a Aguirre no sólo no ha sido amonestado, sino que ha sido públicamente disculpado por su propia formación política y por el Gobierno vasco. El «ciudadano corriente» trabajó para el Departamento de Interior del Gobierno vasco, vamos, para la autoridad. Si lo que él hizo es comprendido y exculpado por el Gobierno vasco y por el partido que sustenta al Gobierno de España, ¿por qué razón un chaval vasco, educado en el odio y en la mentira, no va a coger primero un spray, después un cóctel molotov y finalmente, cuando se la den, una pistola para abatir a esos «españoles de mierda», «asesinos», «asquerosos», que hay que dejar morir en el suelo?
Les contaré una cosa que me sucedió hace unos cuantos años, concretamente a finales de 1998 o principios de 1999. Fue en Guernica, en el acto de juramento de Ibarretxe como lendakari, tras las elecciones de la tregua. Los socialistas habíamos abandonado el Gobierno en junio de ese mismo año; la tregua se declaró en septiembre; las elecciones se celebraron en octubre. Tal y como tenían pactado en Lizarra con ETA, los nacionalistas del PNV y EA, con la adherencia de Madrazo, constituyeron un gobierno apoyado por Ternera y los suyos. Les recuerdo que el PSE había gobernado con el PNV doce años.
Pues bien, a la entrada de la Casa de Juntas se arremolinaban los simpatizantes de las formaciones políticas nacionalistas, claramente diferenciados en bandos: los que iban a jalear a los borrokas y la «buena gente» que iba enfervorizada a aplaudir a sus líderes del PNV. Pasamos por delante de los borrokas sin ningún tipo de problema; el gesto adusto; la mirada huidiza y cobarde; el aspecto de no haberse duchado en una semana... Vamos, vestidos para ejercer de lo que son.
Unos metros por delante de mí iba Ardanza. A la entrada justo de la finca, en la verja, unas enfervorizadas emakumes le besaban y aplaudían; él les correspondía sonriente y amable. Llegamos nosotros cuando aquellas mujeres vestidas de domingo, con aspecto de madres y abuelas de familia bien, todavía estaban saboreando la emoción. Se giraron y nos vieron. Yo acababa de dejar de ser consejera, tras siete años de gobierno con Ardanza. Las miré con normalidad, diría que sonriente, y seguí hablando con mi compañero. Hasta que empezamos a pasar entre ellas: «Ala, fastídiate, se os acabó lo bueno, por fin os vais, ya estamos con los nuestros...» «Huy, que pena tendrás, eh, maja?» «Pues os fastidiáis, ya estamos juntos, que bastante habéis estado en el Gobierno...». «Hala, españoles, iros por ahí...». No nos lo podíamos creer.
Recuerdo haberme acercado a Ardanza a contárselo:
-«Oye, lendakari, tu gente nos está insultando; es como si creyeran que os hemos robado algo durante estos doce años que hemos compartido gobierno; parece que aquí no ha cambiado nada de fondo, que os habéis vuelto a asilvestrar, que estábais locos por echarnos...».
-Pero Rosa, ¿cómo dices eso? Serán de los otros...
-No lendakari, no; son de los tuyos.
-¿Pero por qué lo sabes?, ¿les conoces?
-No, pero hay signos externos inconfundibles: peinadas de peluquería, las joyas de los domingos... y los besos que te han dado. Salvo que me digas que las que te han besado eran de Batasuna...
-(...)
Esa es la gente corriente, la que se aprovecha de nuestra falta de libertad para medrar en política, y en la vida. La que nos «tolera», sin considerarnos nunca «de los suyos». La que no mueve un dedo por protegernos. La que llama presos políticos a los asesinos y clama por sus «derechos» mientras permite que nos excluyan y persigan por reivindicar los derechos fundamentales que la Constitución nos reconoce.
Levi explica en el citado libro cómo la despersonalización, la deshumanización del individuo o colectivo declarado enemigo, era vital para llegar a la solución final sin ningún tipo de remordimiento. Los judíos, los gitanos, los comunistas, los homosexuales... no eran humanos para los nazis: eran sólo enemigos de la raza aria, una amenaza para la pureza de su sangre. Estaban «obligados» a eliminarlos si querían conservar un bien mayor, la raza pura, el ideal humano. Pero al lado de esos fanáticos que teorizaban y diseñaban los planes de exterminio estaba la gente corriente. Esa «buena gente» comprendió enseguida hasta qué punto podían beneficiarse de la desaparición de tantos alemanes, o polacos..., de tantos compatriotas mejor cualificados que ellos mismos; y dejaron aflorar sus más bajos instintos. Tardaron poco en sentirse cómodos, aceptando que los nuevos excluidos, en el fondo, nunca habían sido de los suyos, que siempre les habían tenido envidia de los judíos, que llegaron de otros lugares y fueron capaces de progresar y llegar más lejos que ellos, que siempre habían temido al diferente, al de otra cultura, al de otra condición sexual... Los ideólogos de la solución final fueron pocos; los ejecutores, bastantes más, pero nada hubiera sido posible si millones de «buenos alemanes» no se hubieran comportado como los buenos vascos que siguen en Euskadi las consignas del «partido guía». Ese «partido guía» liderado por ese ejemplo de moderación, esa perla blanca llamada Josu Jon Imaz.
Tiene razón Aguirre: es el PNV quien nos pone en la diana, y nuestros dirigentes del PSE, quienes asienten con la cabeza o callan. Si a quienes discrepamos -seamos socialistas o no- nos llaman crispadores o nos invitan a irnos al PP -al que previamente han calificado como «derecha extrema»-; si el lendakari le dijo hace nada en el Parlamento vasco a María San Gil: «Ustedes representan lo peor de este país» -de un país en el que hay terroristas-, ante el silencio cómplice del PSE; si Diego López Garrido dijo hace dos días en el Congreso de los Diputados que «el PP es un arma de destrucción masiva», ¿qué pueden pensar los que tienen las pistolas y la costumbre de actuar poniendo la teoría en práctica? ¿Puede alguien extrañarse de que muchos de nosotros nos sintamos más abandonados, más solos que nunca?
No es éste un artículo optimista. No hay motivos. Llamar a las cosas por su nombre es la mejor contribución que se puede hacer para intentar que las cosas cambien. Como dijo Hanna Arendt a su vuelta del exilio norteamericano, indignada por la pasividad e indiferencia de sus compatriotas ante su responsabilidad histórica, «describir los campos de exterminio sin ira no es ser objetivo, sino indultarlos».
Valga esta reflexión y esta denuncia para que si nuestros nietos nos preguntan algún día: «¿tú qué hiciste cuando pasaba eso?», podamos darles una respuesta mirándoles a los ojos.
La "buena gente"
La "buena gente" no sólo habla desde la supuesta superioridad de su raza o el pueblo primigenio al que presume de pertenecer. La buena gente suele hablarnos también desde una supuesta superioridad moral de una supuesta izquierda; una izquierda cuyos límites ellos mismos definen y cuyos carnés de pertenencia ellos mismos otorgan.
La "buena gente" es ésa que dictamina quiénes han dejado de ser de los suyos, y quiénes deben irse a militar en otro partido político, al que previamente han calificado de extrema derecha o -haciendo la gracieta del día- de derecha extrema.
La "buena gente" condena los atentados y los seguimientos a demócratas acreditados; es la misma buena gente que previamente les ha calificado como «teóricos de la extrema derecha» y se ha jactado de que «no les ven nunca paseando...» por donde ellos presumen de pasear con total impunidad ante la bestia.
La "buena gente" es la que señala -personal y/o colectivamente- a aquellos que considera impulsores y colaboradores activos de un partido político al que previamente y en los mismos medios han calificado como defensores de una nueva guerra civil. Es la misma buena gente que acusa al partido al que adscribe a los amenazados de desear que ETA vuelva a matar.
La "buena gente" es la que se levanta por la mañana con «ganas de pegar dos tiros a más de uno», pero que defiende con denuedo que con ETA las cosas sólo se arreglan dialogando. Tiros para los discrepantes, buenas maneras y sonrisa abierta para los que tienen pistolas; corderos en la calle, lobos en casa.
La "buena gente" es la que lleva al Pleno de su municipio una declaración contra el Foro Ermua, exigiendo que ese colectivo cívico deje de utilizar el nombre de su pueblo porque «criminalizan el diálogo». La buena gente es la que, para no crispar y para estar a bien con quien manda, se pliega y no le importa criminalizar a quienes son objetivamente las víctimas. Esa buena gente también puede pasear ahora tranquila en ese pueblo; el que no podía pasear tranquilo era Miguel Angel Blanco.
La "buena gente" suele estar «muy preocupada» porque Batasuna no pueda presentarse a las elecciones. Es tan buena gente que legalizarían al partido nazi en Alemania para que todos estuvieran contentos; es tan buena gente que quieren que los que defienden las ideas que exigen de la aniquilación del contrario para llevarse a cabo puedan competir en las urnas con los representantes de los partidos políticos a los que quieren eliminar. Es esa misma buena gente que no se preocupa, que le parece que forma parte del paisaje que centenares de ciudadanos salgan de casa cada día con escoltas. Y que decenas de concejales no conozcan en sus pueblos a uno solo de sus votantes. Porque votan pero callan; porque el miedo campa por sus anchas en Euskadi; salvo para algunos, claro.
La "buena gente" llama por teléfono rápidamente cuando se sale en los papeles de ETA. Esa buena gente suele olvidar -cuando muestra dolorosa su pesar- que antes de que se salga en esos papeles alguien -tantas veces próximo a quien llama- calificó al receptor de la llamada como «enemigo del proceso» y como amigo de la ultraderecha que quiere una nueva guerra civil; es esa misma buena gente que considera que Otegi es un hombre de paz o que declara que De Juana Chaos está en «el proceso».
La "buena gente" aparece enseguida cuando hay un muerto; son la misma buena gente que olvida decir a la familia del asesinado que llevan meses reuniéndose con su enemigo.
La "buena gente" es la que manda a buscar aguiluchos en las banderas que se exhiben en las manifestaciones de la AVT, el PP o Foro Ermua; es esa misma gente que no ve los cuervos asesinos con rostro humano en las manifestaciones de todos los viernes en Bilbao y San Sebastián; ni en las fotos de los terroristas que portan los participantes de la korrika, esa manifestación cultural-deportiva, subvencionada con fondos públicos, que se supone nació para defender el euskara -que, como todo el mundo sabe, está perseguidísimo en Euskadi-, y que se convierte cada año en un alarde y reivindicación del nacionalismo obligatorio, del exclusivismo lingüístico y del terrorismo asesino.
Hay algunos dentro de esa "buena gente" que hasta tienen mala conciencia. Razones no les faltan. Pero ésos suelen ser los peores; porque se saben traidores a lo más sagrado, a la convivencia con el sufrimiento, a las confidencias, a las debilidades expresadas... Y para salvarse han de huir hacia delante, han de descalificar personalmente a aquéllos a los que han expulsado del redil en el que están sus nuevos dioses. Son las «criaturas ministeriales» que citaba Savater rememorando a Schopenhauer.
Hay que tener mucho cuidado con tanta "buena gente". A poco que te descuides se ofrecen para organizarte el funeral.
Si yo fuera creyente afirmaría que si Jesucristo estuviera entre nosotros echaría del templo y a patadas a tanta "buena gente". Como a los fariseos. Pero como no parece que eso vaya a ocurrir, nos toca a nosotros quitarles la careta. Y señalarles y mirarles con todo el desprecio que se merecen los cobardes que comercian con el dolor.
Presentación-Compilación: Smith
Publicado el 14 de abril de 2007
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