miércoles, 16 de mayo de 2018

Referéndum andaluz, ni caso


Si yo fuese andaluz, mañana domingo haría cualquier cosa menos ir a votar en el referéndum del nuevo estatuto para Andalucía. De acuerdo en que conviene participar en las consultas populares, porque todo voto cuenta y soy de los que opinan que quedarse al margen resta razones para luego pronunciarse sobre ese hecho político. Lo que ocurre es que me parece tan descarado el enjuague entre socialistas y populares andaluces -aquí Rajoy se ha dejado meter un gol de vaselina por su conmilitón Arenas-, que con un estatuto tan amañado, y del que no hay la menor constancia en el sentido de que la población lo hubiese reclamado, cualquier postura que no sea dejar de lado esa votación me parece que es hacerle el juego a quienes han venido a ser unos politicastros tan atolondrados como perniciosos.


Con independencia de que se haya tratado de copiar buena parte del lamentable, liberticida y anticonstitucional estatuto de Cataluña, lo cual denota en los políticos andaluces un espíritu acomodaticio y envidioso de origen que les incapacita para valorar el perjuicio que generará sobre el conjunto de los españoles -emular la apostasía y la arbitrariedad nunca acerca a la decencia-, el nuevo Estatuto andaluz incluye, además, dos barbaridades de gran calibre que invalidarían, por sí solas, cualquier argumento positivo destinado a refrendarlo. Y eso en el supuesto de que más tarde deseara uno mantener la cabeza bien alta, lo cual no parece ser el propósito de los padres de la criatura.

De un lado tenemos la imaginativa denominación de "realidad nacional" incluida en el Estatuto, que es un concepto incapaz de pasar cualquier filtro de la Historia, salvo que deseemos remitirnos a la época de las taifas y sus reyezuelos, en cuyo caso una población como Niebla, entre otros muchos territorios menores, ostentaría orgullosa el rango de nación. Pero de la Andalucía actual, incluyendo a sus ocho provincias y conceptuándolas como estado soberano, no es posible encontrar precedentes ajenos al Califato omeya -inicialmente emirato dependiente de Damasco-, unos jerarcas foráneos que al principio incluso usaron el término Spanía para designar lo que acabaría conociéndose como al-Andalus y que no pretendía ser otra cosa que la versión musulmana de Hispania, comprendida esa Septimania visigoda que es hoy la Catalunya Nord de ciertos nacionalistas. 

Digámoslo claro, lo de "realidad nacional" no se sostiene más que en la fantasía de sus promotores, quienes al sugerir así la existencia de tal nación pretenden extrapolar arteramente y hasta nuestros días el falso concepto. Y encima darle validez oficial, para más inri refrendada en las urnas. El nuevo al-Andalus (tiene guasa que signifique tierra de vándalos) de Chaves y Arenas no parece algo distinto a un subterfugio para mantener abigarrado al "País de las Peonadas", donde los políticos viven a lo grande, visten chaleco mental y quieren acceder a la osadía de blindar el cante "hondo", lo que determinará que el festival de La Unión, en Murcia, deba pagarles "royalties" anuales o bien que el alcalde de la citada localidad proponga un referéndum para solicitar la inclusión del municipio en Andalucía, que sería un modo como otro de certificar por lo bajini el consabido expansionismo nacionalista. Y eso suponiendo que este aparatoso entramado del nuevo estatuto no resulte en realidad una huida hacia delante; eso sí, a cargo de un grupo de políticos medio amoscados y recelosos de que al final la ideología zapaterina, es decir, el caos, no acabe por disgregar a las regiones españolas en un "sálvese quien pueda". Si tal caso sucediese, deben haberse dicho unos a otros en ese Parador Nacional (¡!) de Carmona donde se generó la criatura, al menos que a los andaluces nos pille con las ocho provincias "nacionalizadas".

Hay una segunda cuestión que clama al cielo, pero no a ese Cielo cristiano de la Semana Santa andaluza y la devoción multicentenaria de la Virgen del Rocío, cuya romería suele reunir anualmente a más de un millón de personas, sino al cielo de las huríes que Mahoma prometió, a modo de vales canjeables para el más allá, en el caso de que los hombres -a las mujeres nunca les concedió el carné de seres humanos- se sometieran literalmente a la voluntad de Alá y decidieran inmolarse en combate. Hablo del dios de la clemencia y la misericordia, a la par que el de la guerra santa -¡a saber cómo se come eso!-, según proclamó su enviado Mahoma y cuyo papel de traductor para el idioma de este mundo sólo le correspondía ejercerlo al profeta de los muslimes, de ahí que dicho papel se lo reservase para sí mismo.

En efecto, si algo clama al cielo en el nuevo estatuto andaluz es el hecho de que para la católica Andalucía se haya aceptado destacar a Blas Infante, un nacionalista musulmán deseoso de recuperar al-Andalus para el Califato, como padre de la patria andaluza y santo y seña, es un decir, del corazoncito de ciertos políticos que desean un pasado de buen ver destinado a un presente de mejor comer. Y es que tiene perendengues que Ahmad, nombre que el bueno de Blas quiso adoptar durante su conversión en la mezquita de Agmhat (Marruecos), sea canonizado oficialmente en los altares de un nacionalismo de nuevo cuño: el social-islamismo de Chaves. Eso sí, con la complicidad de la ideología popular-palurdista de Arenas. Puestos a elegir a un enemigo de los valores tradicionales de Occidente, como fue el caso de Infante, yo me hubiese decantado directamente por Almanzor. ¡San Almanzor!, le hubiesen llamado con no poca guasa en los carnavales gaditanos.

¡Todo sea por la patria de diseño y por los nuevos ídolos a los que levantarles monumentos y llevarles flores en las "diadas"! Una patria que aparentemente comienza y termina en el interior de vuestros bolsillos, mis dilectos amigos de la "realidad nacional". Una patria de encargo que deja al margen a vuestro sentido común y que alarmantemente omite muchos de los nobles sentimientos del pueblo andaluz, digno de admiración por miles de razones de superior mérito y distintas al hecho de haber contado entre sus paisanos con un juramentado a favor del opresivo islam, como fue el caso de Blas Infante, individuo que jamás logró representación parlamentaria alguna pese a haberlo intentado en varias ocasiones, lo que quizá dé una idea sobre lo que pensaban de él sus contemporáneos, antes de que fuese mitificado y convertido en mártir. 

Autor: Policronio
Publicado el 17 de febrero de 2007

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