miércoles, 16 de mayo de 2018

Los jueces de la Ley

La base más firme de la democracia es el respeto y acatamiento de las leyes, comenzando por la Constitución.

Jackson, el pasante de Perry Mason, tenía tal adicción a la ley, que prácticamente había incorporado los mecanismos y procedimientos legales a todas las circunstancias y actos de su vida hasta en su más mínima expresión. Así, cuando decidió casarse, lo hizo con una viuda para tener la seguridad de la existencia de un precedente.


Sentar jurisprudencia es el mecanismo por el que se suelen renovar las leyes de forma que, cuando el cuerpo de una doctrina legal se ve superado ampliamente por sucesivas sentencias que tienen en cuenta aspectos jurídicamente indeterminados en versiones primeras de esa ley, es aconsejable abordar su modificación para reforzar los preceptos que dan sentido a su existencia. Lo que debe animar siempre esa renovación, es el reconocimiento y refuerzo de su espíritu anterior, no su negación. De lo contrario, lo que procede es su derogación por no cumplir con objetivos deseables para el bien y el progreso de la sociedad.

Jackson quería ir sobre seguro. De ahí, su cautela. De ahí, su particular aplicación de la juris-prudencia. Cualquier decisión de un juez que con una visión particular o circunstancial de los hechos ajuste una sentencia (fallo del tribunal, lo llaman algunos) tratando de “ampliar horizontes” y establecer nuevas cátedras, debiera considerar las futuras consecuencias de tales decisiones. Un juez no es un detective. Ni tampoco una estrella. Si alguno brilla, sería deseable que lo hiciera por el rigor en la aplicación que haga de la ley y que debe basarse en los hechos que le son presentados. Un juicio es siempre una investigación y de ella no está excluido el análisis. Todo lo contrario. Sin embargo, ese análisis debe basarse fundamentalmente en las pruebas objetivas al alcance y no en consideraciones subjetivas personales motivadas por un determinado objetivo a alcanzar. Poco importa el sexo de lo ángeles. Sería más interesante certificar o no primero su existencia. 

En este punto, no resisto la tentación de referenciar un antiguo y chusco escrito mío que trataba de poner de relieve lo absurdo que puede resultar que la propia Ley ponga trabas al descubrimiento de la verdad y la administración de Justicia, basándose exclusivamente en consideraciones de protocolo, que al final no sólo resultan inútiles, si no que pueden complicar aún más la solución final de escabrosos asuntos que como el Estatuto de Cataluña y los que le siguen, emprenden su recorrido sin haber validado esas normas en primera instancia, como hubiera sido lo normal antes de proponerlas a los ciudadanos. La diferencia para invertir el lógico tratamiento no ha sido otra que la finalidad subyacente. Hacerlo así, “ratificados” primero por unos raquíticos referéndum populares que nadie pedía y de los que una mayoría ha estado ausente, condiciona su validación constitucional. ¿No hubiera sido preferible decir: “Señores ciudadanos, de acuerdo con la Constitución Española vigente, sus políticos les proponen el siguiente cambio.... Uds. tienen la palabra”? 

¿Cual es la finalidad de la ley? La respuesta lógica debería ser la ecuanimidad, el equilibrio, o si se prefiere, la Justicia. El hombre se distinguió de otros seres vivientes en cuanto puso en práctica su capacidad para fabricar instrumentos y utensilios, y poder servirse de ellos. La Ley es un instrumento, no un fin en si mismo. Confundir la finalidad con el instrumento es como intentar saciar el hambre comiéndose un tenedor.

Muchos asistimos desconcertados a comportamientos como el del juez Garzón, negándose tres veces a sí mismo como San Pedro,  sobre sus propias doctrinas de las relaciones entre ETA y sus tentáculos y terminales del terror, o de su confusión incomprensible entre manipuladores bóricos y los inocentes profesionales subalternos. O de los criterios (?) de Del Olmo tendentes a la simplificación (por eliminación directa) de piezas y testimonios vitales, durante su inútil y tendenciosa instrucción del 11-M. O de Pérez Tremps, que hace horas extraordinarias bien pagadas, asesorando anticipadamente a los promotores de lo que después tiene que juzgar. O un tal Fanlo, que no duda en expresar públicamente su intimo deseo de que a sus adversarios ideológicos les solucione la vida cuanto antes un balazo. ¡Hombreee! Se puede llevar el sombrero de canto..., pero no tanto. La lista de despropósitos y abusos legales es interminable y lamentablemente creciente. Remito a las hemerotecas. A la cabeza de la lista, Conde Pumpido asistiendo impertérrito a la ejemplar cruzada proetarra y antiespañola de su jefe ZP, que reforzada recientemente por el nuevo ministro Bermejo, promete convencernos a todos de que a buen hambre no hay tenedor duro.

Algunas veces da la impresión de que puede volverse realidad, como única forma de contrarrestar los fraudes de ley, la irreal historia de aquella película que da nombre a este escrito, en la que algunos jueces deciden impartir justicia por su cuenta para “compensar” la sinrazón que supone poner en la calle a asesinos sin arrepentir por medio de triquiñuelas legales. Si hay división de criterios sobre el particular es porque algo está fallando en lo fundamental. Y eso no es otra cosa que la falta de respeto estricto a las leyes actuales, que se ignoran, se conculcan y desprecian porque no convienen a los que han elegido estar fuera de ellas.

Jackson creía en la Ley con una fe sin límite, pero no sabía que sólo era un personaje de novela. De seguir así, pronto engrosaremos también todos nosotros el elenco de la representación de un país esperpénticamente ficticio, capaz de reformar su Constitución, en base a la fabricación interesada de peligrosos precedentes, de forma que diga que no todos somos iguales ni tenemos los mismos derechos, y donde las víctimas de la injusticia sean relegadas frente a los violadores de la convivencia que, hambrientos de poder, no vacilan en intentar convertir a las Leyes en cuberterías.

Autor: Perry
Publicado el 14 de febrero de 2007

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