A los que nos dedicamos a escribir, siquiera sea en grado de simple aficionado, no nos resulta demasiado ajeno advertir el enorme obstáculo que encierra la creatividad. A veces, un simple párrafo bien resuelto, del que te sientas orgulloso al cabo de unas semanas, puesto que el paso del tiempo es el mejor filtro para juzgar la calidad de cualquier obra, produce ese estado de satisfacción que sólo le es posible experimentar al creador, sea literario, sea de cualquier otra actividad artística, sea incluso en el terreno de la política. En suma, nada más agradable que sentirse uno el dios pequeñito de su propia obra. Eso sí, siendo a la par el más riguroso de los críticos con el producto que se haya elaborado.
El párrafo que antecede pretende dejar resaltada mi estima acerca de la creatividad. Todos poseemos a nuestro alcance las mismas palabras -Perogrullo dixit-, pero no todos somos capaces de armonizarlas con maestría y ponerlas al servicio del arte, de la crítica argumentada o del bien común. No hay más que ponerse en pantalla cualquiera de los diccionarios o enciclopedias existentes en el mercado, a poder ser en la sección de sinónimos-antónimos, para advertir una inagotable fuente de materia prima. Lo que ocurre es que la forma de combinar esa materia, las palabras, puede convertirnos en un verdadero artífice o, por el contrario, en un frustrado hacedor de lo que pudo haber sido y no es. Claro que lo normal, como probablemente sea mi caso, es que la mayoría de aspirantes al virtuosismo literario se sitúe a horcajadas entre la gloria y el fracaso. Es decir, en el punto intermedio que sugiere la más pura insuficiencia. Vamos, rozando el cinco "pelao". De donde se deducen los tres grados esenciales de cualquier actividad humana: la genialidad, la mediocridad y el desvarío.
Pues bien, en el mundo de la política sucede exactamente igual. Lo usual es que nos encontremos con una verdadera legión de mediocres, que son esos individuos adocenados, incapaces de crear cualquier idea sensata y que permanecen dispuestos en todo momento a seguir las consignas del partido, o del "amo" del partido. Sí, la vulgaridad es lo que más abunda en todo espacio político que se analice y así es preciso aceptarlo. La genialidad del estadista florece, sin embargo, como una rara avis en el panorama de la cosa pública. Suele darse en contadas ocasiones, quizá a razón de una o dos en cada siglo, y resulta evidente que a los españoles hace demasiado tiempo que no nos cae en suerte un ejemplar de esa especie. No ocurre lo mismo con los seres que profesan el desvarío, o por mejor decir la monstruosidad política, de la que tan bien surtidos hemos estado durante el siglo XX en España -lo mismo que en el resto de Europa-, uno de cuyos peores ramalazos, el socialismo destructor más o menos "real, se extiende hasta nuestros días por toda la nación española y se refuerza a sí mismo, hora a hora, desde ese poder ilegal al que accedió como consecuencia de una gran masacre y un intenso período de agitación que, en buena ley, debía haber motivado el aplazamiento de las elecciones generales.
Ese socialismo destructor que he citado, que sería el envés de una moneda cuya cara reflejase la creatividad, es lo que caracteriza al gobierno que hoy asalta posiciones en cualquier ámbito de la vida española. Además lo hace, repitámoslo, con el sañudo ánimo de destruir sus instituciones o transformar en desvarío sus hábitos centenarios. No se actúa así por el deseo de innovar, sino por el simple capricho de destriparle las entrañas a la conciencia de una patria muy sentida por muchos. Lo fácil, incluso para un niño, es mostrarse destructivo, puesto que no requiere imaginación y apenas esfuerzo. El más abarrotado bazar de juguetes de nuestros sueños infantiles quedaría arruinado en contadas horas, pongamos una legislatura, si entre sus estantes dejásemos a un muchachuelo con la mentalidad de Rodríguez Zapatero.
Nada hay en él, en Rodríguez, que nos invite a creer que aspira a reforzar en España la armonía de sus territorios y sus gentes, donde prime la igualdad de las leyes para todos, así como el bienestar y la prosperidad frutos de la libertad y el esfuerzo; sus decisiones, muy al contrario, recuerdan más bien a esos personajes ahítos de deseos destructivos, como sería el caso de Atila, que pasaron a la Historia al haberse decantado por lo fácil: la ruina de cuanta civilización y tradiciones hallaba a su paso. Dice el clásico que la observación de la naturaleza y la meditación ha generado el arte, la creatividad... Si hubiese que buscarle un antónimo al deseo de creatividad, podríamos denominarlo zapaterismo, uso político que a su vez es equivalente a desvarío, una actitud que punto menos redunda en desigualdad, inconstancia y capricho. Todo ello destructivo.
Autor: Policronio
Publicado el 10 de noviembre de 2006
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