Mientras la izquierda italiana dice no al federalismo y Berlusconi es derrotado otra vez a causa de su alianza con los nacionalistas de la Padania, la izquierda en España (que no española) se empecina en negociar algo más que el federalismo con sus primos ideológicos de la ETA. Y lo quiere hacer a pesar de que Batasuna les manda el siguiente mensaje público a sus bases: “No es un proceso de pacificación, sino de autodeterminación”. ¡Lo quieres más claro, ZP de las narices, no es un proceso de paz por mucho que intentes vendernos la burra coja! A ti, que presumes de dialogante y de no sé cuantas cosas más —todas ellas falsas—, te pregunto: ¿Serías capaz de plantearle a la población española una consulta semejante a la que se ha realizado en Italia? No, no creo que fueses capaz, porque entonces demostrarías que eres un demócrata y que respetas la voluntad de los ciudadanos, cuando más bien lo que te pone es pasarte las leyes por un determinado lugar.
El estilo de Zapatero está claro que se corresponde con el de un fulano revolucionario del primer tercio del siglo pasado al que le va la marcha callejera y el alboroto, literalmente hablando. Precisamente por eso, ya en el poder, no puede prescindir de las conspiraciones entre bastidores. No hay más que recordarle en aquellos dos años del “No a la Guerra” y el “Nunca Mais”, que encabezó con gran entusiasmo. No hay más que asomarse a las páginas de los diarios, unos meses atrás, y contemplarle junto a convergentes y esquerristas mientras celebraban el resultado de sus conciliábulos monclovitas. Cualquiera diría que en el caso del okupa de La Moncloa nos las habemos con un lector empedernido de novelas de Graham Green, Ian Fleming, Frederick Forsyth o Le Carré. De hecho, no me extrañaría nada que poseyera las obras completas de unos cuantos autores dedicados a recrear toda suerte de intrigas y manejos palaciegos. Al fin y al cabo podría considerarse algo normal para un tipo que tuvo todo el tiempo libre del mundo durante los largos años que observó el escenario político, mano sobre mano, desde su escaño en lo más alto del hemiciclo del Congreso, allá donde los diputados son casi de piedra y se limitan a pulsar un botón.
No es que a uno le moleste más de la cuenta lo que Zapatero pretende, sino cómo está imponiendo su santa voluntad y la cantidad de leyes que se pasa por el forro para lograrlo. Si se quiere cambiar la Constitución y el modelo de estado, nada más fácil que elaborar la reforma pertinente, con o sin ayuda de esa caterva de nacionalistas y comunistas parlamentarios que le apoyan, y luego someterla a la voluntad popular. Pero no, en Zapatero todo debe ser a oscuras, bordeando la Ley o conculcándola directamente, como si la mayoría simple que le respalda le diese derecho a reanudar el “decíamos ayer” respecto a la desastrosa II República. Vamos, que no le basta la democracia a la europea, mesurada y equitativa, sino que necesita el sobresalto continuado de buena parte de la población para sentirse dueño del poder.
Ahora bien, para ejercer ese mando despótico que a él le gusta, atropelladamente e importándole un pimiento que sea la patria española la que esté en riesgo —tengo claro que no le disgustaría apostársela en una timba de póquer—, lo primero que ZP necesita es mostrarse imperturbable ante sus propias patrañas. Pondré un ejemplo. Cuando Ibarretxe presentó su plan en el Congreso, el principal argumento de Zapatero para rechazarlo consistió en afirmar que había sido aprobado sin consenso y sólo por el 53 % de la Cámara vasca. Luego vino el Estatuto catalán, en apariencia bendecido por el 90 % de unos políticos que decían representar el clamor popular. Pues bien, el resultado final no ha llegado a interesarle ni siquiera al 49 % de los catalanes, y de éstos, aún hay que descontar a los votantes que descartaron el Sí. Naturalmente, el embaucador Zapatero no sólo dio como bueno el resultado, sino que hablo del triunfo clamoroso de la postura que él apoyaba. ¡Farsante!
Por eso este hombre, tan temerario como inconsciente, ahora quiere pasar a la siguiente fase del juego y convencernos a todos de que hace bien al intentar pactar con unos asesinos que llevan más de 30 años ejerciendo la profesión y no dan muestra alguna de haberse regenerado. Es decir, son asesinos profesionales. No hay duda de que el presidente por accidente ama el riesgo y le gusta vivir peligrosamente, con sobresaltos. A fin de cuentas, ¡nada hay que perder! Si acaso esa cosa estúpida que algunos llaman España. Porque lo que es el honor, la vergüenza, la dignidad o el decoro, es imposible que los pierda. Como dice la sentencia del clásico, no puede perderse lo que nunca se ha tenido. Y si una buena parte del pueblo acabase comprendiendo la miseria moral del sujeto que nos preside, siempre le quedaría Prisa para blanquear nuestras conciencias.
Publicado el 27 de junio de 2006
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