Henry David Thoreau |
Sólo hay una razón para que la izquierda y el nacionalismo se alíen con frecuencia: Ganar el poder y luego “Dios dirá”. Son dos ideologías que carecen de escrúpulos y no les importa aliarse durante un tiempo con cualquiera que les dé vidilla. El nacionalismo considera que de la izquierda obtendrá los privilegios suficientes para acabar soltando amarras. La izquierda, por el contrario, cree que el nacionalismo es pan comido una vez abatida la derecha. Es decir, son corrientes totalitarias que saben lo que quieren y cómo conseguirlo a cualquier precio. Lo han intentado en varias ocasiones y seguirán haciéndolo mientras se les deje. Porque no hay nacionalismo moderado, que quede claro, y además en España no existe la socialdemocracia, sino el temor, que les reprime algo, a que la Unión Europea nos expulse por radicales.
La derecha, mientras tanto, no para de meditar sobre qué tipo de respuesta debe darle a los liberticidas. Incluso hay puristas dedicados a escarbar en los posibles fallos de la derecha a fin de reprocharle cierta falta de ética en asuntos menores, anulando con ello cualquier sinergia destinada a la causa principal: la defensa de la patria y la libertad individual. Es lo que pudiera denominarse la postura centrista de la derecha, más preocupada del cómo que del por qué. El centrista suele ser un miembro de la derecha avergonzado de denominarse así y por lo tanto le presta la máxima atención a las formas y exquisiteces que sugieren los “intelectuales” de centro. No se habla, pues, de gente circunspecta o prudente, sino de personas acomplejadas y pendientes del qué dirán. Eso sin contar que entre los centristas se da bastante el político profesional —de trayectoria muy semejante al de la izquierda— o el teórico de pesebre.
Existe un doble ejemplo que podría ilustrar el caso expuesto: Para los centristas, el quintacolumnista y ambicioso Gallardón merece el máximo respeto y cualquier crítica sobre él debe ser expresada con pies de plomo y verdad absoluta, a poder ser compulsada, legalizada y legitimada por acta notarial. En el lado contrario, esos mismos centristas no dudan en atacar con ferocidad a Jiménez Losantos, sobre el que omiten sus poderosas y argumentadas razones para la crítica —dichas en un lenguaje combativo que no les agrada en absoluto— y prefieren dedicarse a buscarle algún que otro desliz ético que magnificarán cuanto haga falta. Es lo que podría denominarse la postura de los que distinguen el humo pero no son capaces de ver las llamas. Y así le va a la derecha, manejada por un equipo de centristas incapaces de contemplar la totalidad del campo de batalla y perdidos a menudo entre las cañas de la primera acequia que encuentran, tras el paso sable en mano de la caballería enemiga.
El centrismo, con sus frenos y cortapisas, a mi juicio desempeña un papel lamentable que le aleja de la realidad y le nubla la perspicacia, un papel que a la larga resultará muy negativo si es que se pretende sacar el pie del lodo y recuperar la libertad a un coste razonable. Empecinarse en el guante blanco ante un adversario que ha demostrado reiteradamente su carencia de talante democrático, como por ejemplo ocurre ahora en Cataluña, es la mayor de las torpezas posibles. Si el rival ha dejado claro desde hace tiempo su interés en acabar con tu propia formación política o con tus ideales, darle cuartelillo constituye un despilfarro imperdonable sólo propio de centristas, pusilánimes o generales deseosos de empatar las batallas. No obstante, el conjunto de la derecha cree erróneamente que tiene algo que ganar si ralentiza sus respuestas: Se va cargando de razones, palabras que ha pronunciado más de un alto cargo del PP.
La pregunta que quizá procedería formularse aquí es la siguiente: ¿Beneficia a la sociedad en su conjunto que la derecha se cargue de razones antes de reaccionar ante la izquierda y el nacionalismo? En mi opinión, no. No beneficia en absoluto traspasar un determinado umbral de pasividad. Si se hace así, nos hallaremos ante la típica situación, vivida ya en esa II República que tanto entusiasma a ZP, en la que un bando integrado por la izquierda y el nacionalismo se envalentone demasiado y no ande lejos de creerse impune. Lo que a su vez originará en los totalitarios —de hecho ya está sucediendo— un alto grado de crispación y reacción desaforada que justifica la violencia ante la menor crítica de la derecha.
Pero aquí no acaba todo, puede llegar a darse el peor entorno imaginable si persiste la dejación del Gobierno respecto a la seguridad de algunos ciudadanos —no hay más que ver las agresiones políticas en Cataluña—. La derecha, colmado ya el vaso, acostumbra a ser temible y a reaccionar con excesiva violencia: Pistolerismo en los años 20 y alzamiento militar en los 30, tras comprobar que el gobierno republicano sólo protegía a la mitad de la población y violentaba al resto, igual que ahora. De modo que cargarse de razones puede estar muy bien si nos situáramos frente a unos demócratas. Pero el escenario es bien distinto: La izquierda y el nacionalismo ni son demócratas, ni tienen intención alguna de respetar las leyes, comenzando por la Constitución, ni consideran que otros tengan derecho a exponerles sus ideas a los ciudadanos. Luego cargarse de razones es llamar a la violencia.
Publicado el 16 de junio de 2006
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