A pocos interesados en la materia se les engañará sobre la supuesta limpieza del procedimiento al que se acogen el gobierno socialista y sus socios para la creación del nuevo estatuto de Cataluña. Habrá quien piense que una mayoría parlamentaria da derecho a todo (ejemplos de ello hemos visto en ciertos intervinientes de Batiburrillo), porque la democracia es así: la decisión de las mayorías. Aseguran que el pueblo los ha elegido (en ningún caso para actuar de golpistas) y por lo tanto la voluntad popular es la que cuenta.
Ocurre que esa voluntad popular sólo se renueva cada cuatro años, lo que significa que en ese intervalo de tiempo el partido en el poder, con el auxilio interesado de sus socios, puede llegar a cometer un sinnúmero de irregularidades destinadas a blindarse a sí mismo y a perpetuarse en el poder, aun cuando cada vez se cuente con mayor demérito, sin que el conjunto de los ciudadanos llegue a percibir una ínfima parte de las alteraciones de la Ley.
Según la norma sobre la que quiera legislarse, la Constitución española previó un número mínimo de diputados y unas consecuencias que debían acarrear determinadas modificaciones. Cuando es la propia Constitución la que está situada en el escenario de las reformas, es preciso que éstas se aprueben por los 3/5 del Parlamento y, acto seguido, deban convocarse nuevas elecciones. El asunto, pues, no puede estar más claro salvo que entremos deliberadamente en el juego de las interpretaciones interesadas.
Que el nuevo estatuto de Cataluña altera notablemente la letra y el espíritu de nuestra Carta Magna, es algo incuestionable. A esa opinión se han sumado el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Judicial y, ahora, la Junta de Fiscales del Tribunal Constitucional, que ve razones más que suficientes para que en el Alto Tribunal se acepte el recurso presentado por el Partido Popular, y se delibere sobre el procedimiento en curso para la reforma del Estatuto.
Sin embargo aquí nos encontramos con dos inconvenientes a cual peor, originados ambos como consecuencia de unos parlamentarios antidemócratas que se constituyen en juez y parte y no conciben que pueda verse alterado su cuento de la lechera. Me refiero a la labor de decidir si el nuevo estatuto catalán modifica la Constitución o, sencillamente, la conculca en numerosos puntos. La mayoría parlamentaria que promueve ese Estatuto viene a decirnos que es inmaculadamente constitucional, vamos, que ha quedado como una patena tras los acuerdos de madrugada. La oposición del PP fue contraria a tramitarlo por el procedimiento que ahora se usa e interpuso un recurso de amparo en el TC para que se diga cuál es la mayoría necesaria para aprobarlo y cómo debe tramitarse. Nada más lógico que apelar al tribunal correspondiente en caso de conflicto.
Pues bien, como se ha dicho, la Junta de Fiscales del TC (una de las varias altas instancias que ven fundamentos en el recurso de los populares) recomienda que se admita a trámite. Sin embargo aquí nos encontramos con el segundo de los inconvenientes: la última palabra la tiene el fiscal general del Estado, que de nuevo es juez y parte en una cuestión de enorme trascendencia y representa a ojos vistas la postura del Gobierno y de los parlamentarios que impulsan la reforma.
¿A qué tipo de conclusiones podría llegarse si el fiscal general no da el visto bueno para que se examine el recurso del PP? Bastantes conclusiones, diríase. A continuación se exponen algunas de ellas:
1. Los promotores del Estatuto saben de sobras que están actuando al margen de la Ley y, aun cuando buena parte de los jueces del Constitucional les debe la elección (comenzando por la Presidenta), no acaban de confiar en que se les dé la razón a su forma de proceder, pues es escandaloso y por lo tanto poco justificable para un juez el hecho de argumentar sobre la “limpieza de la patena” estatutaria a sabiendas de que lleva encima una buena capa de mugre, cuanto más si se considera la opinión en contra, bien argumentada, de juristas de reconocido prestigio integrantes de las altas instancias ya citadas.
2. Estaríamos asistiendo al más inmoral de los golpes de Estado posibles: la aceptación por mayoría simple de un nuevo estatuto inconstitucional que sin competencias para ello elaboró el Parlamento de Cataluña, secundó sin el número de votos necesarias el Congreso de los Diputados y maniató, por orden del Gobierno, el segundo sicario preferido de Zapatero tras Rubalcaba: Cándido Conde-Pumpido.
3. De todo lo anterior, se deduce que nos hallamos ante una chusma de fascistas de izquierdas y nacional-fascistas, de nulo talante democrático, a los que hay que otorgarles necesariamente la consideración de liberticidas y enemigos del pueblo. Una chusma que trata a los ciudadanos a pedradas y por lo tanto no merece ninguna consideración.
Publicado el 10 de febrero de 2006
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