O dicho en otras palabras: Respecto a la Ley, observemos la obediencia debida. |
Pocas personas tienen la oportunidad de llegar a ser presidente de Gobierno. Esa rara ocasión permite que la medida de un hombre puede tasarse en función del sacrificio personal de su ego, en beneficio del interés general del futuro de la colectividad que administra o, si se quiere, del ego colectivo. Un hombre honrado no teme nunca decir la verdad, pues el que teme, algo debe y por ello se le exime de honradez. Es posible, sin embargo, que el elegido sea un completo inútil para esa tarea, aunque nadie reclame en realidad de él que sea doctor en todos los ámbitos que deba considerar. Para eso están los equipos de expertos en cada materia, lo que se da en llamar el Ejecutivo. Así pues, podríamos hablar de otras cualidades tales como la buena voluntad, la comprensión, el deseo de justicia, el respeto a lo ajeno, el esfuerzo personal, la voluntad de superación, la generosidad, la lealtad, y un largo etcétera, siempre que estuvieran adobadas por esa verdad innegable sin la que no es posible que pueda alcanzarse la verdadera libertad, objetivo último que debiera ser de nuestras vidas.
Ninguna de esas cualidades se dan tampoco en el presidente, ni en sus colaboradores y socios, empeñados como están en tejemanejes trapisondistas con los que tapar y enterrar desde las víctimas del terrorismo (muertos amortizados para ellos), hasta toda posibilidad de crítica, denuncia u oposición, donde su vocación inquisidora e intervencionista incide de lleno en el espacio reservado a la libertad de los individuos. Hacer del Estado su negocio particular es su único norte junto con aquellos que esperaban turno para hacer lo propio con coartada institucional. Ni una sola verdad ha salido de su boca desde que reclamara lo propio del adversario político. No ha quedado piedra por remover en su empeño de trastocar la convivencia en un nítido, pese a todo, intento de destruir y enfrentar cualquier atisbo de amor patrio y rasgos comunes.
Él mismo ha impulsado la división ciudadana como medio de consecución de sus indignos propósitos y que no son otros que el aislamiento por fases de nuestras vidas en lo civil, en lo humano y lo divino atacando convicciones, arraigos y sentimientos. Promulgando leyes injustas y negando el papel social de la familia. Regalando lo que no es suyo. Malversando nuestro capital y riqueza en ridículas ensoñaciones trasnochadas y revanchistas. Apoyando dictaduras liberticidas y financiando sus cuestionables proyectos que únicamente conducen a mostrar debilidad en letras de cambio vencidas y pagaderas a la vista en cualquier inesperado momento. Convirtiendo la vida nacional en un zoco de mercadeo partidista de influencias y cesiones sin límite a chantajistas y ventajistas de todo pelaje. Desoyendo a millones de voces que le han pedido, justo lo que no está dispuesto a dar: libertad, dignidad y justicia. Su especialidad, asistido por su monumental aparato mediático, la distribución masiva de polémicas prefabricadas con las que distraer al personal del engaño torero que perpetra. Y ante todo, el señalamiento de culpables hacia los que redirigir la indignación de la gente.
Desde la inmensa pequeñez de su calidad humana, inversamente proporcional al tamaño de su gigantesco ego personal, acrecentado por el conocido síndrome de Moncloa, Rodríguez de la Mareta cree ser un gigante invencible capaz de proporcionarnos colectivamente la felicidad a través de la ausencia del dolor, aunque sea mediante anestesia continua. Esa misma y mezquina pequeñez le impide aceptar que su designación como presidente fue determinada por el terror. Terror al que en lugar de demostrar que equivocaron el objetivo dando muestras de verdadera honradez y coraje, se empeña en dar la razón en el éxito de sus planteamientos, sentando terroristas en las instituciones o respaldando a sus orates compinches a cambio del apoyo a su permanencia en el machito.
Comprensivo con culpables asesinos e intransigente con sus víctimas inocentes. Así, y puesto que un “buen gestor” debe saber delegar funciones, no vacila en otorgar poderes plenipotenciarios que no le corresponden, a otros inútiles como él, incapaces de dar curso legítimo a las aspiraciones del pueblo que les soporta y que no sean sus propias ansias de perpetuar su protagonismo y soberbia personal. Sus herramientas incontestables son la imposición y el desprecio a la libertad. Nuestra indefensión e impotencia ante la injusticia no cuentan para él ni para sus sicarios.
España es una empresa, una gran empresa, pero Rodríguez Maretero no es el empresario. Posiblemente de nada sirva recordar aquí que los empresarios somos el conjunto de los españoles y por ello nos corresponsabilizamos eligiendo a los gestores de nuestros activos cada cuatro años, reservándonos la capacidad de rescindir o respaldar mayoritariamente su contrato en función de los resultados obtenidos. Tal vez si nos sintiéramos verdaderos empresarios, comprenderíamos en qué consiste la posibilidad de quiebra real de la empresa y cómo afecta a nuestro futuro en libertad. En lugar de eso, delegamos en los responsables de la sucursal de la empresa más próxima a casa, nada menos que la totalidad de nuestro patrimonio y soberanía. No es extraño que con tales poderes, más de uno crea tener carta blanca para actuar cometiendo desfalco a nuestros intereses comunes, esperando o bien tener tiempo suficiente para reponer saldos antes de la siguiente auditoría o involucrando a otros para justificar su delito.
Estamos ante el proyecto fracasado de un presidente fracasado que arrastra en ese fracaso a todo el pueblo español ante la atónita mirada internacional. Un proyecto basado en el odio visceral, en el resentimiento y en la estigmatización del disidente. A Rodríguez le encanta recordar y exigir aquello de la obediencia debida ante cualquier manifestación contraria a sus delirios. Haría bien en recordar alguna vez su propia obediencia debida a lo que juró solemnemente defender, que no es otra cosa que lo que ahora traiciona.
Autor: Perry
Publicado el 9 de enero de 2006
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