Que el nacionalismo es una gran amenaza para la democracia y la libertad de los ciudadanos (nada hay de mayor importancia que la libertad individual), es algo sobre lo que no es preciso insistir demasiado. Cualquiera que se haya parado a meditar sobre el asunto, siquiera sea someramente, habrá llegado a la conclusión de que se trata de una ideología liberticida no recomendable para nadie que ame el libre albedrío. Pero claro, siempre hay manadas de fanáticos que en el nacionalismo identitario encuentran la cochiquera donde revolcarse, luego sacudirse el barrillo y salpicarnos a todos. Tal es la condición de los hombres: variopinta y no pocas veces extremada. Así debe aceptarse en aras de la libertad de pensamiento -y comportamiento-, pero en ningún caso transigir con semejante lacra y concederle el marchamo de corriente democrática. No, no lo es ni de lejos aun cuando ellos mismos, los nacionalistas porquerizos, se llenen la boca con palabras reivindicativas en demanda de una libertad, diálogo y moderación que jamás conceden a otros cuando finalmente han asido el poder.
Que el socialismo es otra gran amenaza para la calidad de la democracia, a la que suele maniatar y volverla irascible tras acceder comúnmente al poder por vías agitativas o revolucionarias, es algo que tampoco debe ofrecerle demasiadas dudas a quien se haya molestado un poco en escarbar y descubrir cuánto de infamia y corrupción hay en todos sus ciento y pico años de iniquidad. El socialismo es, esencialmente, la opción política huérfana de ideología y emperifollada de ideales, usada a menudo de noble coartada por los arribistas y chaqueteros para acceder al poder, enriquecerse o sobre enriquecerse en él y no soltarlo jamás por las buenas, salvo que se les acredite fehacientemente corrupción tras corrupción y algún que otro crimen de Estado, caso de la era felipista.
Ahora bien, cuando en un territorio se amanceban interesadamente socialismo y nacionalismo y deciden ocupar el poder, entonces podría jurarse que ese territorio ha sido sometido a una plaga bíblica y que sus habitantes, a causa de sus vicios (el primero de ellos es no mostrarse interesado en el bien común) han merecido algo así como un castigo divino que ellos mismos han pedido a grandes voces. Pues bien, algo semejante a lo descrito creo que está ocurriendo hoy en Cataluña, una tierra que amo con pasión, de ahí mi gran interés en escribir de ella y sobre ella, y que me desespera al comprobar que sus habitantes no son capaces de reaccionar con dignidad ante la barbarie nacional-socialista. Sí, digo bien, barbarie, puesto que no de otra forma cabe calificar a un régimen que lo primero que fulmina es la libertad y acto seguido la posibilidad de ser criticado por ello.
Hasta el presente me he resistido a escribir sobre el CAC, que es ya todo un sinónimo de organismo liberticida y censor, y buque insignia, a su vez, del régimen opresivo catalán. Pero hoy he decido anotar cuatro cosas a partir de una noticia de Libertad Digital que ubica a ese Consejo Audiovisual de Cataluña, y por ende a sus patrocinadores políticos (casi todo el arco parlamentario catalán), en el punto de mira de una serie de organismos internacionales (Comité Mundial de Libertad de Prensa, Instituto Internacional de Prensa, Asociación Mundial de Periódicos, Foro Mundial de Directores), los cuales declaran al CAC como órgano censor y le piden al Parlamento de Cataluña que lo elimine.
Vergüenza debería de darles a los parlamentarios catalanes, ellos que se creen la representación democrática del pueblo y no son más que una pandilla de totalitarios, ante el hecho de haber aprobado un organismo semejante y, sobre todo, la circunstancia de no deshacerse de él a la primera crítica bien fundada. ¿Por qué actúan así, de espaldas a la libertad? Muy sencillo, porque conforman una oligarquía (PPC incluido) que teme perder el poder vitalicio al que se cree destinado esa viciada clase dirigente. De modo que al primero que me hable sobre mi falta de respeto al Parlamento de Cataluña, un organismo que está pidiendo a gritos la desinsectación, le arrojaré a la cara lo que se opina en el mundo sobre la segunda de sus leyes emblemáticas: el CAC. Y digo la segunda, claramente destinada a hacer desaparecer la libertad de información externa -en Cataluña hace décadas que no existe la crítica interna-, porque la primera de sus leyes, el nuevo estatuto, tiene como objetivo acabar directamente con España o convertirla en un filón de donde extraer tajada tras tajada, fin último de unos diputados, los catalanes, que se dicen representantes de un territorio donde en realidad no existe la democracia ni la libertad por mucho que voten a la par de otras regiones españolas.
Publicado el 7 de enero de 2006
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