viernes, 9 de febrero de 2018

Cuento de Navidad: El buen camino


En España no existe la democracia. Una nación sólo puede ser catalogada de demócrata cuando lo es en la totalidad de sus territorios e instituciones y cuando los distintos gobiernos, sea nacional, sean autonómicos, promueven leyes equitativas para todos los ciudadanos de su respectivo ámbito de responsabilidad. Ni está ocurriendo hoy así en el Parlamento español, donde todo es apaño interesado entre el ejecutivo socialista y sus socios separatistas, ni desde hace bastante tiempo se produce la equidad legislativa en parlamentos como el catalán o el vasco. Luego en España, si hablamos en puridad, la democracia bien entendida nos es ajena y no sería de extrañar una llamada al orden por parte del Parlamento europeo, especialmente ahora que se han presentado allí más de 600.000 firmas (entre ellas la mía) para que no se amordace a la COPE ni se legisle contra la libertad de expresión. 


Considero responsables de la actual situación a los diversos gobiernos que hemos tenido en  España, tanto del PP como del PSOE. Han sido unos gobiernos más interesados en conservar el poder, lo que les impulsó a pactar con el nacionalismo, que en crear las bases de una democracia plena y arraigada. Ninguno tuvo arrestos suficientes, sobre todo cuando dispusieron de mayorías absolutas, para proponer un cambio en la Ley electoral y que ésta dejase de primar a las formaciones nacionalistas. De acuerdo en que nuestros legisladores constituyentes se cubrieron de gloria en el reparto de la cuestión educativa, por lo que el punto de partida no pudo ser más desacertado. De acuerdo igualmente en que no era fácil advertir en los primeros años de la Transición la deriva del nacionalismo, que al fin y al cabo esto de la democracia nos pilló a todos como unos pardillos, pero a partir del 86 —segunda mayoría absoluta del PSOE— ya se vio claro que las inmersiones, no sólo lingüísticas sino especialmente ideológicas, constituían una afilada espada de Damocles sobre la nación española y la libertad.

A causa de la deriva nacionalista que se ha citado, así como de la actitud pusilánime y poco perspicaz de los diversos gobiernos de la nación, España se encuentra ahora ante una encrucijada en la que cualquiera de los caminos que se tome —aprobar o no los diversos estatutos disgregadores— representará un mal paso para nuestra patria. Si se aprueba el estatuto catalán con muy pocas reformas, lo mismo que otros proyectos similares que vengan, nos encontraremos con una nación española fragmentada en lo económico, lo judicial y lo social. Si no se aprueba, serán los nacionalistas los que se cargarán de razones, al menos de cara a la galería, para insistir en sus lamentos y su victimismo y para continuar —como mínimo en el País Vasco— con ese terrorismo que tan buenos frutos les ha dado a los mal denominados nacionalistas moderados. Y todo ello sin dejar de reparar en que el actual estatuto catalán, por ejemplo, ya les permite crear leyes como la del CAC, una norma a todas luces inconstitucional que, con el probable beneplácito de Zapatero, el Tripartito usará en cuanto pueda para eliminar cualquier información discrepante con su régimen totalitario. Además de por otras muchas razones, ¿debe considerarse democrática a una España que permite semejantes leyes sin que se consulten al pueblo?

La solución a nuestros problemas, según creo, pasa por situar a los nacionalismos en el lugar que les corresponde: la imposibilidad de decidir quién gobierna en España. O mejor dicho, la nula opción de chantajear al Gobierno, el que sea, y especialmente si ese “el que sea” posee un presidente de la catadura moral de Zapatero. Ahora bien, he aquí la pregunta del millón: ¿cómo se evita algo así? A corto o medio plazo (2-6 años) no es posible hacer nada debido al enorme predominio que poseen los medios de información de la izquierda y el nacionalismo, por lo que es lógico pensar que buena parte de los ciudadanos seguirá narcotizada y no sería de extrañar que ZP, incluso sacando menos diputados que Rajoy, volviese a formar gobierno tras las siguientes generales. Huelga anotar lo que una cosa así supondría en el terreno de las claudicaciones.

A partir del medio plazo, con la degradación a ojos vistas no sólo de la idea de España sino de los valores democráticos (la corrupción socialista se da por innegable), que para entonces andarán cada vez más renqueantes camino de la checa, podría orientarse la tendencia de los electores y pasar éstos a considerar que ocho años de gobierno social-zaparerista son más que suficientes para lo que cualquier cuerpo serrano puede soportar. Si a eso le sumamos las nuevas televisiones y radios digitales (mayor cobertura), que por lógica diversificarán algo las opciones informativas, y le sumamos la fortaleza de medios radiofónicos como la COPE y el magnífico grupo emergente de Intereconomía (¡atento a ellos!), así como otros muchos proyectos no menos llamativos relacionados con la libertad en Internet, que a no tardar ofrecerán también canales de noticias y televisión, es posible que se logre un equilibrio informativo respecto a la propaganda nacional-izquierdosa. 

Habrá llegado el momento, por lo tanto, de que el “bobo de solemnidad” y cuantos rubalcabas y pepiños le secundan se hagan acreedores a una brillante derrota que les deje en 100 diputados justitos y a poder ser en menos. O lo que es lo mismo, un triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular que impida cualquier pacto bobo-nacionalista. Mientras, y ello es algo que no debe descartarse puesto que CiU ganará las siguientes autonómicas, es más que probable que el PSC de Maragall se haya disociado del “bobo” y en el PSOE resurja con fuerza (sobre todo en Cataluña) el ala españolista de gente tipo Vázquez o Redondo, cuya misión primordial será la de enviar a ZP a su casa tras la debacle. Porque no nos engañemos, más de un socialista espera al “bobo” con el dedo en el gatillo de la recortada. Todos esos movimientos determinarán, así lo sugiere la lógica respecto a un ZP que habrá disfrutado durante 6-8 años del más alto grado de incompetencia, que en el 2012 o antes podamos encontrarnos con un Rajoy como presidente del Gobierno y con un Redondo Terreros como jefe de la Oposición. 

Estoy convencido que a ninguno de los dos le temblará el pulso a la hora de elaborar por consenso una reforma constitucional que deje blindada por muchos años la división de poderes en España. Una reforma, asimismo, que elimine estatutos autonómicos liberticidas, que recupere para el Gobierno central las competencias en educación y cuerpos de seguridad, entre otras, y que prepare una Ley electoral, con listas abiertas, en la que prime, con circunscripción única para toda España, la idea de “un hombre, un voto”. Y los nacionalismos, así lo espero como agua de mayo en secarral, que pasen a mejor vida o que en el peor de los casos se limiten a gobernar algún ayuntamiento de los más pequeños. Naturalmente, esto último no ocurrirá de inmediato, antes será preciso desintoxicar a los ciudadanos de esos territorios donde los nazis se ha enquistado hasta los huesos. Pero todo se andará. Y si a mí no me da tiempo a verlo, ni a la mayoría de los españoles que hoy se sienten orgullosos de serlo, porque en la normalización (¡esta sí!) de las tribus de diseño quizá sea preciso que transcurran varias generaciones, al menos se sabrá que nos dirigimos hacia el buen camino, justo lo contrario de lo que ocurre en nuestros días. Amén.

Publicado el 21 de diciembre de 2005

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