Sné es un niño sudafricano. Tiene cinco añitos y vive con su hermana, cuatro años mayor que él, en la choza familiar. Sus padres murieron de sida. Como tantos otros huérfanos a causa del mismo mal, forman parte de los desamparados que ya son legión por toda África. Sus ojos inocentes reflejan el miedo y la desesperación. Llora desconsoladamente, mientras permanece en pié abrazado a su hermana mayor que intenta consolarle, unidos ambos en su terrible soledad y desconcierto ante el futuro. Su preocupación principal es procurarse diariamente algo de comida para subsistir. No tienen nada.
Sné no sabe de alianzas entre civilizaciones, ni sabe de OPAs hostiles. Es sólo un recién llegado al infierno. No acude al colegio, pues es incapaz, atenazado por el terror, de asimilar nada de lo que allí se habla. Le falta el cariño y el amor de sus padres. Su familia, único asidero anímico vital para su desarrollo, ha desaparecido antes de que él pudiera memorizar siquiera los rasgos físicos de sus padres.
Sné, pese a todo, nos lleva ventaja. Él conoce en vida lo que algunos de nosotros podremos conocer sólo en el momento de nuestra muerte. Sí. En ese momento en el que, según dicen, toda nuestra vida pasará ante nuestros ojos en un instante para recordarnos nuestras indolencias y egoísmos. Esos segundos en los que tendremos la oportunidad de horrorizarnos ante nuestros propios demonios, sabiendo con certeza que ya no podremos poner remedio a nuestra falta de solidaridad y de conciencia. Ese y no otro será nuestro infierno prometido. El momento de nuestra particular balanza de pagos, donde no existirá entidad financiera alguna que condone nuestras deudas.
Autor: Perry
Publicado el 20 de noviembre de 2005
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