miércoles, 10 de enero de 2018

Fe


Era un cristiano peculiar. Ya de pequeño se preguntaba porqué sus padres le obligaban a ir a misa los domingos, mientras ellos no pisaban la parroquia del barrio ni por casualidad. Con el temor a la regañina de su padre ante una eventual “campana” que fuera posteriormente descubierta, y la prudencia natural de un chiquillo que no comprendía bien ni el ritual, ni la liturgia que se le encargaba presenciar, observaba curioso todo lo que allí acontecía mientras trataba de pasar desapercibido, pues sentía una cierta vergüenza acrecentada por su timidez, por si fallaba arrodillándose cuando tocaba estar sentado o viceversa. Por ello, imitaba gestos y comportamientos ajenos aunque carecieran de sentido real para él. Sin duda, lo más entretenido del evento era el sermón del voluntarioso párroco al que él prestaba toda su atención, quizá buscando una explicación más mundana de aquel misterio místico incomprensible. Su natural tendencia a la investigación le impelía a satisfacer su curiosidad reflexionando cada palabra de la arenga, y a analizar según su temprana lógica, el mensaje transmitido. Poco a poco, empezó a sentirse fascinado ante el relato de las parábolas de Jesucristo y más aún, al escuchar la explicación “práctica” suministrada por el sacerdote. Sin duda, allí se hablaba de política. Es decir, de actitud y comportamiento ante la vida. Pero él no lo sabía.


La Historia Sagrada que estudiaba simultáneamente en la clase de religión del colegio, le permitió familiarizarse con la vida y obra de Jesús. Su interés en Él como personaje histórico creció, aún cuando su “fervor” cristiano no lo hizo en igual medida. Jamás fue un “meapilas”, expresión que aprendió también de colegas menos “sensibles” al amor y a la bondad divinas. Dedujo entonces que la doctrina católica podía ser positiva y útil  para mucha gente pues hablaba de valores y principios positivos, si bien para otros, esa misma religión podía ejercer de policía de la conducta, donde las infracciones también podían ser severamente castigadas.

Su horizonte universal se reducía a las calles del barrio, su escuela y su familia, ninguna de las cuales eran especialmente espirituales. Ese reducido y limitado recinto no era lo más apropiado para adquirir una visión más amplia de la vida. En una ocasión, pasando el rato con los chavales del barrio, observó que unos chicos mayores, que se hacían admirar por los infantes como “rebeldes” y “indómitos” (era la banda “delincuente” del barrio que solía dictar su ley humillando a los más pequeños), aburridos, se entretenían en tirar piedras contra el ábside de la parroquia algo distante, sin duda para probar su pericia e independencia doctrinal. Nadie hacía nada. Sintiéndose cada vez peor sin saber porqué, de repente y a riesgo de salir “trasquilado” por su atrevimiento, se dirigió a ellos les dijo “Estáis tirando piedras contra la casa de Dios, os vais a arrepentir”. Lo más suave que recibió de ellos fue el epíteto de “gilipollas” y varios zarandeos, hasta que uno de ellos sentenció: “Dejadlo en paz, el chaval tiene razón”, y en efecto, cesaron al instante en su diversión. Su “temor” de Dios pudo más que ellos.  Lo importante para él, consistió en descubrir la rebeldía interior y la necesidad de actuar ante lo que le pareció incorrecto. Nada tuvo que ver su fe, sino un cierto código ético emergente en él, que incluía el respeto a los demás.

El mayor de los misterios para él, era sin duda la afirmación bíblica que enunciaba que “Dios creo al hombre a su imagen y semejanza”. Entiéndase bien, que su extrañeza y curiosidad eran básicamente intelectuales, aún cuando su incapacidad e ignorancia supina le producía, por pura impotencia para resolver el misterio, los estados de disgusto más viscerales y las emociones más negativas. No era cuestión simplemente de creer. Necesitaba saber. Creció con las mismas preguntas ¿Qué imagen?, ¿cual es la semejanza? Buscó respuestas, leyó e indagó. Nada. Se decepcionó.

El extraño consejo de un sacerdote al que hizo partícipe de sus inquietudes intelectuales vino a cambiar su visión de las cosas. “Si quieres perder rápidamente la fe” – le dijo – “hazte amigo de un cura. Los curas somos hombres, y por tanto sujetos a las mismas debilidades que cualquiera. Nada es lo que parece. No te fíes de lo que ves, no interpretes o juzgues la conducta humana ajena a ti mismo. Todo lo que quieres saber, se halla dentro de ti. Para conocerlo, precisarás un gran valor y determinación. Si no olvidas jamás lo que te causa inquietud, la soledad y el sufrimiento que a veces sentirás de forma insoportable no será nada comparado con la libertad que obtendrás por mantener fidelidad a tus principios. Pero que sean los tuyos, los que descubras por ti mismo gracias a tu libre albedrío. Doctrinas hay mil, verdad sólo una. Aprende el lenguaje de los símbolos, trasciende su significado más obvio. No caigas en la tentación de hacer de apóstol evangelizador. Lleva, sin embargo, ayuda y consuelo a los más débiles e indefensos que tú”.

Aquél muchacho creció no dejándose vivir por los demás. Descubrió mas tarde que el destino del hombre, como aprendió del ejemplo cristiano, es la superación personal no doblegándose ante ningún tipo de esclavitud, servidumbre o injusticia. Si es preciso, llegando hasta la propia muerte “física” o  “psicológica”, para “resucitar” encarnándose de nuevo en otro estado de conciencia que permita la evolución más allá de las doctrinas de cualquier clase. Comprendo que este relato (real por otra parte)  puede oler a sermón bienintencionado, a utopía de visionario, o a mensaje “mesiánico” de salvación eterna, pero si se piensa un poco... a lo mejor podemos recuperar la fe en nosotros mismos y encontrar el sentido de la vida. No nos dejemos vivir por los demás. Quienes no crean que la vida tenga sentido alguno más allá del FNAC, absténganse si lo desean, pero respeten a los que prefieran El Corte Inglés.

Autor: Perry
Publicado el 17 de agosto de 2005

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