Me gustaría comentar, para los que tengan menos de 40-45 años, que entre las décadas de los años 60 y 70 era corriente ver a los pasajeros del metro de Barcelona —supongo que también pasaba otro tanto en el de Madrid— distraer su tiempo con novelitas de Editorial Bruguera. Así ocurría, sobre todo, en la denominada línea Transversal (hoy Línea 1), que a la sazón unía las estaciones de Fabra i Puig (entonces se enlazaban con “y” griega) y la de Santa Eulalia, la primera en el barrio de San Andrés (ahora Sant Andreu) y la segunda se adentraba en Hospitalet de Llobregat (ahora L’Hospitalet).
El metro Transversal, que ofrecía billetes de ida y vuelta por una peseta —recuerdo que eran de color verde y papel fino—, llevaba verdaderas riadas de obreros procedentes de los barrios periféricos hacia el centro de Barcelona, donde dejaba buena parte de una carga humana destinada a trabajar en las pequeñas industrias o comercios del ensanche (ahora L’Eixample). Pero muchos de esos obreros que llegaban al centro no acababan allí su viaje, luego enlazaban con las líneas tres o cuatro (es curioso, aún no existía la dos) y se dirigían en dirección mar o en dirección montaña; es decir, hacia esa zona portuaria que engullía a diario miles de braceros y peones o hacia los barrios de clase media-alta que precisaban sirvientes y operarios más cualificados.
Era la Barcelona que al amparo de una política privilegiada otorgada por franquismo, que en 1960 le concedió la “Carta Municipal” y dotó a la ciudad de cierta capacidad recaudatoria —única ciudad entonces con tales privilegios—, se engrandeció sobremanera y prosperó mucho en los últimos decenios del siglo XX. Era la Barcelona que alojaba en su seno, enviándoles a dormir a poblaciones aledañas como Santa Coloma, Badalona o Cornellá —o incluso a zonas marginales como "El Somorrostro" o "La Mina"—, a cuantos emigrantes procedían de los campos de Andalucía, Murcia, Galicia, Extremadura... Era la Barcelona del alcalde José María de Porcioles —así se hacía llamar a pesar de haber nacido en Amer (Gerona)— y de una industria que comenzó a modernizarse y fue trasladándose gradualmente a los grandes polígonos industriales como la Zona Franca (donde se ubicó la SEAT), Martorell y otros muchos polígonos ubicados en un segundo cinturón de ciudades, como por ejemplo Sabadell, Tarrasa, Granollers...
Era la Barcelona descrita por Juan Marsé en algunas de sus geniales novelas, entre cuyos personajes más representativos, dejando al margen a ciertos componentes de la burguesía catalana, el de Pijoaparte podría ser el arquetipo de uno de esos obreros que viajaban con frecuencia en el Metro Transversal y leían novelitas de Editorial Bruguera. Por cierto que Marsé, al escribir muchas de sus obras en español, el nacionalismo no lo considera como un autor catalán y lo margina de ciertas actividades literarias como la Feria de Francfort.
La editorial Bruguera, como se dijo, nos ofreció a caballo de ambas décadas 60 y 70, prolongándolas incluso hasta mediados de los 80 (época en la que cerró por quiebra), cuatro colecciones de obritas menores —definidas así por su tamaño (octavilla), su extensión (alrededor de 100 páginas) y su utilidad intelectual (entre escasa y nula)— que respondían a una literatura evasiva acorde para el viajero del metro. Ciencia-ficción, Hazañas Bélicas, Policíaca y aventuras del Oeste americano fueron los apartados en los que Bruguera clasificó miles y miles de relatos. Para las jovencitas y las señoras también creó otras colecciones, entre las que destacaba una autora asturiana denominada Blanca Álvarez, más conocida como Corín Tellado.
Hubo, pues, autores de gran renombre popular y algunos muy prolíficos que incluso llegaron a crear colección propia, como fue el caso de Marcial Lafuente Estefanía, todo un especialista en narrarnos episodios que invariablemente comenzaban con la llegada de un forastero (u oriundo ausente durante algunos años) a cualquier pueblo en el medio Oeste americano. Allí, también invariablemente, la población se hallaba sojuzgada a los dictados de otro personaje que hacía tiempo se había instalado en la comarca y que, con malas artes, fue acaparando las tierras y el ganado.
El personaje principal de las novelas de Estefanía, que es como se conocía popularmente al autor, solía ser más rápido y certero que el mejor de los pistoleros, más fuerte y hábil que el más forzudo de los luchadores locales y poseía, además, un caballo prodigioso, por lo veloz e inteligente, e iba acompañado de un perro de reacciones sorpresivas. Por supuesto, todo ello le llevaba al forastero a desmontar el tinglado del sinvergüenza que se había apropiado del pueblo. Lo hacía sistemáticamente a lo largo de 90 o 100 páginas, previo enfrentamiento con una o varias cuadrillas de pistoleros, y acababa casándose con la hija de uno de los terratenientes asesinados poco antes de su llegada.
Los hijos o nietos de esos emigrantes que acudieron a cientos de miles a Cataluña, ya no necesitan apelmazarse como sus padres en los vagones y para distraerse hoy en el metro escuchan música en MP3, leen el Periódico de Catalunya (mucha foto y poco texto) o si acaso repasan uno de esos ejemplares gratuitos de ocho páginas, la mitad de ellas con anuncios de “contactos”, que se reparten en las bocas de cada estación. Son hijos de la emigración y de la LOGSE socialista (¡qué gran ocasión perdida en el terreno educativo la del gobierno de José María Aznar!); son jóvenes y madurillos que han dispuesto de medios económicos muy superiores a los de sus padres pero a los que no se les ha facilitado, porque no convenía, una educación adecuada para que comprendan lo que es la democracia real. La mayoría de ellos son votantes potenciales del nacionalismo de CiU y ERC o del nacionalsocialismo del PSC (no se sabe qué es peor). Son, en suma, una o dos generaciones perdidas para la libertad. A sus padres se les explotó laboralmente en plena dictadura franquista, sin posibilidad alguna de poseer una opinión política propia o asociarse para difundirla. Ahora se les explota ideológicamente, sin que la aculturación recibida (es imposible denominar educación al adoctrinamiento) les permita contrastar entre diversas opciones y así comprobar que hay vida más allá del nacionalismo.
Maragall, oriundo retornado de Roma que debía asumir un papel destacado a la hora de limpiar el pueblo de opresores y caciques (al estilo Estefanía), no sólo es partidario del desistimiento (“hay que dejar que el suflé se desinfle”) para hacer frente a la banda de “pistoleros” (CiU) que respaldaban al opresor Pujol, sino que ha resuelto ser el mayor de los déspotas para la población de la región sojuzgada (Cataluña) y de todo el territorio al oeste del Pecos (España). Finalmente, en un rapto de anacronismo político que rompería en mil pedazos cualquier argumento novelesco de Marcial Lafuente Estefanía, el protagonista no sólo ha renunciado a casarse con la chica (libertad) sino que se ha “arrejuntado” con una pelandusca que ya fue amante y empleada del anterior cacique: La Carod.
Artículo revisado, insertado el 17 de abril de 2005 en Batiburrillo de Red Liberal
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