¿Cómo es posible presidir el gobierno de una nación y al mismo tiempo odiarla? Sí, he dicho odiarla, que es la impresión que tengo respecto al sentimiento que Zapatero le profesa a España: Odio. El presidente socialista (no debo escribir español, no se lo merece), con su actitud de silbar mirando hacia el techo mientras todo el mundo le pedía que ilegalizase al partido testaferro de ETA (PCTV), ha demostrado una vez más que odia a la nación española, porque sólo se le desea el mal a aquello que se odia. Y ETA, con sus nueve diputados en el Parlamento vasco, decidirá quién gobierna y cómo gobierna. Y lo que es más, si no se gobierna a gusto de ETA porque Ibarreche -como imposición de un PNV que comienza a estar hartito del exaltado lehendakari- ha decidido pactar con los socialistas, presenciaremos una nueva escalada de atentados, secuestros y terrorismo callejero. Y todo ello llevará a intensificar el odio y a dividir aún más a la sociedad.
Alguien podría alegar que Zapatero no odia a España, sino que simplemente desprecia (o no le agrada) el régimen político que ha heredado. Por lo tanto desea reformarlo de acuerdo con su ideología. Y además lo hace, según diría ese mismo alguien, con bastante buen talante y dialogando con todo el mundo. Veamos, lo que ocurre es que no es cierto lo del buen talante y el diálogo, son poses de cara a la galería para gente facilona de contentar. De hecho, Zapatero sólo practica el diálogo, y aún así a medias, con esos políticos que confiesan abiertamente (o veladamente) que España no le es simpática o que desean alejarse de ella para crear su propio Estado. De modo que por esa vía, la de pactar con los separatistas, no es sencillo reforzar la unidad y la gobernabilidad de una nación y de ahí se infiere el poco amor (por no decir odio) de quien no le importa poner en riesgo la continuidad de una patria multicentenaria como es España.
Otro detalle que demuestra el odio de Zapatero para con España es su deseo, nada disimulado, de eludir el espíritu de reconciliación con el que nos dotamos los españoles mediante la Constitución del 78, una reconciliación que supuso una amnistía general previa y otra posterior a la aprobación de la Carta Magna. Como contraposición al deseo apaciguador, Zapatero no ha dudado en volver a ese espíritu guerracivilista donde sólo uno de los bandos fue bueno y legal mientras que el otro cometió un golpe de estado y numerosos asesinatos sin la más mínima causa que los justificase. ¿Qué puede hacerle obrar así al presidente Rodríguez? Se asegura que aún le duele enormemente el recuerdo del fusilamiento de su abuelo, militar profesional fusilado en la zona franquista al principio de la Guerra Civil.
Dicen que la sangre de cada uno hierve a distintos grados y que cuanto más le dura a alguien el ardor menos aplomo y discernimiento posee, de ahí que Zapatero aún sienta en sus venas el calor que despierta el odio por la muerte de su antepasado y el rencor que ofusca cualquier espíritu de apaciguamiento. Sin embargo, considerando el fondo intelectual del personaje, evaluado por más de uno como muy bajo o nulo a juzgar por sus obras, no sería de extrañar que apenas contasen para él las otras miles de personas asesinadas en el bando de la izquierda durante el negro período de 1931-1936. El intelecto de ZP, repitamos el concepto, debe poseer una capacidad analítica tan menguada que es incapaz de advertir que si se dedica, desde el poder del Estado, a resucitar muertos enterrados hace 70 años, pero sólo una parte de los muertos, los familiares de los fallecidos a los que se les echará encima la tierra sobrante tras desenterrar a los buenos no tendrán más remedio que alisar las sepulturas de su gente o ponerse igualmente a escarbar. Y ello, para cualquiera que no sea Zapatero, representa abrir de nuevo ese foso colmado de odio que dividió a España hace siete décadas.
De todos modos, en este asunto del odio hay algo que no me cuadra. Una cosa es que ZP, a título personal, sienta todo el odio del mundo (disfrazado de talante cuando en realidad es desquite) hacia una idea de España cargada de historia y tradiciones, de entre las cuales desearía fulminar cuantas huelan a la derecha simbolizada por el cristianismo y el liberalismo, y otra cosa bien distinta es que todo un partido socialista y todo un imperio mediático como el de Prisa secunden unas ideas tan destinadas al precipicio y a la fractura de la España toda. Aquí hay algo más, y ese algo más no es afán de poder (algo lógico en el socialismo) ni siquiera afán de enriquecimiento (algo aún más lógico tanto en el socialismo como en el polanquismo). Ese algo más es un odio aún mayor que el de Zapatero, un personajillo que, de proponérselo Polanco, caería en cuestión de horas.
Veamos de nuevo. ¿Quién puede sentir hacia España un odio aún mayor que el de Zapatero? Muy sencillo: quien ha permitido que llegase al poder y quien permite, arropándole en sus trastadas o directamente sugiriéndoselas, que siga ocupando con tan pocos merecimientos un cargo de semejante importancia. Al principio pensé que ese alguien podía ser Rencor González, pero lo descarté de inmediato, se ha hecho demasiado rico con sus negocios en Sudamérica y siempre ha sido un vago incluso para practicar el rencor que a veces le aflora. Luego he repasado a otros personajes de la España contemporánea, comenzando por el propio Rey, pero los he descartado de inmediato. El monarca no es más que un superviviente que aportó algún mérito en la Transición y en el 23-F, en ambos casos por propia conveniencia, pero que ahora siente a diario en el cogote ese referéndum que la izquierda y el nacionalismo podrían usar para alejarle del trono. No, ninguno de ellos parece ser el llamado al odio con mayúsculas.
Jesús Polanco sí es un individuo capaz de enfrentarse al cielo y la tierra con tal de satisfacer sus instintos y sus pasiones. Lo demuestra su historial de escasos escrúpulos franquistas, también su soberbia y su espíritu maniqueo a favor de parte. No menos cuenta en el odio que profesa a quien discrepe de él, su deseo de vengar cualquier afrenta por pequeña que sea, como en el caso del juez Liaño, quien nada menos que se atrevió, como medida cautelar, a pedirle el pasaporte y emitir una orden para que se presentase en el juzgado en determinadas fechas.
Sí, Polanco ha reaccionado con un odio desmedido en más de una ocasión. La riqueza es importante para él, como lo son los buenos negocios que suele hacer cuando gobierna el socialismo, pero eso no lo es todo. Un hombre capaz de tener en nómina más abogados que periodistas, según sus propias palabras, es perfectamente consciente de que vive apostado en el filo de la Ley. Y esos sujetos de carácter rencoroso y omnipotente, sobre todo cuando se sitúan en la periferia del Estado de derecho, jamás tienen patria a la que respetar o servir. Es más, la odian y desean cuartearla de semejante modo al que un pirómano es incapaz de contemplar un bosque frondoso sin encender varios fuegos. Los odiadores profesionales son quienes ansían darle un aire guerracivilista a España para que en ese ambiente les sea factible e impune acabar con cuantos enemigos han detestado desde el comienzo. Los odiadores vocacionales, si es cierto que perdieron seres queridos cuando la Guerra Civil, suelen unirse para compartir los mismos odios. Porque quien ha amado con pasión a sus familiares y los ha elevado al altar destinado a los dechados de virtudes, como podría ser el caso de alguno de los odiadores, aborrece con furor cuanto contradice su paradigma ficticio.
Artículo publicado el 18 de abril de 2005
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