Mientras Maragall, Ibarreche y algún otro nazi no cesan de ofrecernos declaraciones en las que dan por hecho el cambio de régimen que supondrá una España cogida con alfileres, o con hilo quebradizo peor que el de embastar, el presidente del Gobierno, que no sabe, no contesta y no respira, ha pulsado el botón que alerta a su perro de presa (Yo Robot al-Kaba), para que como un tamagochi cualquiera de esos de segunda generación que los niños usan este año, a los que tienen que limpiarles la caquita electrónica a todas horas o se mueren, nos ladre la siguiente frase: La reforma estatutaria se hará a pesar del PP o con el PP arrastrando los pies.
Al leer la noticia sobre la acción de arrastrar según qué partes, lo primero que me ha venido a las mientes ha sido ese viejo chiste de la buenaventura en la que a un payo se le vaticina que le tocará el premio gordo, se lo darán en calderilla, se lo atarán a los huevos y pasearán por toa Sevilla. Bueno, pues más o menos lo mismo es lo que yo le deseo al promotor de los arrastramientos y las reformas estatutarias despóticas: Que le toque el premio gordo...
Robot al-Kaba pertenece sin duda a la clase de los tipejos embaucadores, con mala sangre, a quienes además no les faltan imitadores y son considerados auténticos puntales de la conjura y la difusión ideológica progre. Gente con las manos tiznadas que de un modo u otro han acompañado siempre a los presidentes socialistas. Basta con recordar a un tal Guerra y su hermanísimo o a ese Narcís Serra que mandó espiar al presidente del Grupo Godó, entre otras lindezas.
Los servicios que practican estos puntales tamagochis, clasificados en dos apartados: montajes y desguaces, han sido siempre necesarios para evitar que se culpe directamente al presidente del Gobierno de cuanta sinrazón y bribonadas suelen poner en circulación desde la secta que les guarece. Hoy, con Robot al-Kaba, nos hallamos ante el puntal que sustenta La Nada, una Nada que se mudó a la Moncloa a partir de la intoxicación del 11-M y días siguientes (montaje). Robot al-Kaba es, al mismo tiempo, experto consumado en la misión de hacer aparecer a los populares como culpables (desguace) de todos los desarreglos. Sí, ese Robot al-Kaba que también fue puntal de los últimos años de González, en los que ejerció de portavoz del Gobierno y precisó disimular o negar (queremos saber) cuanta corrupción les salía por las orejas. Ese Robot al-Kaba que nos demuestra cada día, con falsedades adornadas del mismo talante que usó Judas Iscariote, su capacidad para desempeñar con dedicación absoluta unas artes en las que se ha doctorado por la Universidad de la Ignominia.
La figura del puntal, cuyos miembros deben pertenecer invariablemente a una determinada calaña, es a todas luces consustancial al socialismo de cualquier tiempo y lugar. Incluso si nos remontamos a la época más negra del PSOE, aquella en la que desde El Socialista se difundía abundante apología sobre golpes de Estado a favor de la izquierda, advertiremos los intentos revolucionarios, como el del año 34, y nos encontraremos con un Indalecio Prieto que desempeñaba el papel de puntal, o perro de presa, de ese Largo Caballero, su jefe, entusiasmado con cualquier idea que sonase a dictadura del proletariado.
Hablo así de los puntales socialistas (labor de montaje y desguace), porque en otras áreas de la política donde la secta también se prodiga en todo su esplendor, como es el caso de los nacional-separatismos, acostumbra más bien a darse la figura del patriarca que permanece en un sólido sitial donde los puntales están de más. Jordi Pujol, por ejemplo, ese político tan acomplejado como antiespañol, hace ya unos cuantos años que definió a su partido como el pal de paller (puntal de pajar) de Cataluña.
Bajo la hégira de Pujol, que al ciudadano catalán le supuso emigrar (hégira) del catalanismo moderado y colaborador de Cambó al nacionalismo doctrinario de la peor etapa de Companys, el único puntal de Cataluña debía ser el propio Pujol. Ni CiU ni nadie más, sólo el Molt Honorable representaba a Cataluña y lanzaba las consignas que debían seguirse, la primera de las cuales siempre fue la inmersión lingüística bien embutida de adoctrinamiento nacionalista en el que cualquier idea de España debía ser proscrita o usada con desprecio.
Pujol, a pesar de haber pactado en tres ocasiones con los gobiernos de España (dos con González y una con Aznar) y dárselas de facilitar la gobernabilidad del Estado, lo cual es completamente falso y algún día escribiré largo y tendido sobre el asunto, no consintió jamás, por soberbia, que algunos de sus hombres llegasen a formar parte de tales gobiernos. Pujol era un tipo que quería ser único. Él era Cataluña. Al principio de la democracia, cualquier ministro que llegase en visita oficial a una comunidad tenía mayor rango jerárquico que el presidente de ese territorio, el recién llegado de Madrid era quien cortaba las cintas en las inauguraciones. Pujol sufría al no ser él, se quejó amargamente a Suaréz y en su última etapa consiguió que en Cataluña los ministros tuviesen un rango ligeramente inferior al President. Aún así, no soportaba la idea de que Roca, por ejemplo, hubiese llegado a ministro de Asuntos Exteriores, cargo para el que fue propuesto en diversas ocasiones por los socialistas y los populares, igual que ocurrió más tarde con Durán i Lleida.
La siguiente anécdota, vivida por mí, guarda cierta relación con los comentarios anteriores y describe un poco más al personaje. La he recordado y no me resisto a contarla:
Siendo presidente de la Generalitat de Cataluña Josep Tarradellas, allá por el año 78 o 79, se aprobó en las Cortes el Estatuto catalán de Autonomía. Muchos de los parlamentarios catalanes en el Congreso, negociadores de la nueva Ley Orgánica que inicialmente contentaba a todos, decidieron regresar juntos en avión desde Barajas hasta El Prat, en cuyo aeropuerto fueron recibidos en loor de multitud. Casualmente me encontraba allí, en El Prat. Frente a mí, con voces de griterío muy al fondo que anunciaba la aparición de los primeros negociadores, cruzaron dos políticos que por error aguardaban la llegada en otra puerta. Oí perfectamente cómo uno le decía al otro: Acelera que salen por allí y no nos cogerá la cámara de televisión (entonces sólo había una). El que debía acelerar era Carlos Sentís. El que pedía celeridad era Jordi Pujol, lo hizo con bastante malos modos en el tono. No mucho más tarde comprendí que aquel individuo, desde lo más alto del poder en Cataluña, sometería a sus caprichos megalómanos y a su nacionalismo furibundo a un pueblo catalán amante de su tierra que acabaría, en gran medida, odiando a España o despreciándola.
Condenados sean los que inculcan odio en lugar de respeto, sean puntales o patriarcas. Condenados sean quienes ponen todo su empeño en sustentar La Nada.
Artículo publicado el 12 de agosto de 2004
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