El historiador e hispanista francés Pierre Vilar afirma que en los años 60 del siglo XIX la burguesía catalana, origen del separatismo de hoy, soñó con un Estado español al servicio de una nación catalana que se industrializaba a marchas forzadas mientras el resto de España permanecía malviviendo de la agricultura y la ganadería.
Pero en esa segunda mitad del XIX, que debía marcar el apogeo del catalanismo y la teórica subordinación de España, se produjeron abundantes acontecimientos que imposibilitaron el dominio político y financiero catalán: Continuas escaramuzas y estados de guerra contra el sultán de Marruecos, con la intervención de generales de renombre, como Narváez, Prim, O'Donell, etc., que acabaron por presidir el Consejo de Ministros y que establecieron cierta rigidez gubernamental incompatible con el deseo de expansión de las ideas políticas de la burguesía catalana.
Igualmente contó, y mucho, la última etapa del reinado de Isabel II, entre los años 1864-68. Una etapa de clara descomposición política y crisis económica que propició en España la Revolución de 1968, La Gloriosa, y el destronamiento de Isabel II. La Gloriosa dio paso al denominado Sexenio Democrático, caracterizado por un proceso antidinástico o antiborbónico que inicialmente entronizó a Amadeo I y luego proclamó la I República, 1873-74. En el periodo republicano la burguesía catalana, mediante sus miembros Estanislao Figueras y Francisco Pi y Margall -que se sucedieron como presidentes-, pretendió influir en un nuevo modelo de Estado que venía denominándose en Cataluña El haz de naciones que componen España.
El segundo de los presidentes de la República, Pi i Margall, de marcado carácter federalista, trató de promulgar una nueva Constitución que no llegó a ver la luz puesto que se encontró con un nuevo fenómeno, el Cantonalismo, que había desbordado ampliamente su proyecto federal. El cantonalismo español, movimiento de insurrección que le costó la dimisión a Pi i Margall, se dio con especial intensidad en Valencia, Murcia y Andalucía y estalló en Cartagena el 12 de julio de 1873. En la ciudad departamental, los federales intransigentes tomaron el Ayuntamiento y nombraron una junta revolucionaria. Luego asaltaron el Arsenal, se apoderaron de la flota de guerra del Mediterráneo y el jefe político de los cantonales, Roque Barcia, declaró el estado independiente de Cartagena, al que siguieron otras muchas ciudades y pueblos que igualmente declararon su independencia.
Entre tanto, el proyecto de Constitución federal de Pi i Margall fue rechazado en las Cortes y, como se ha dicho, el político catalán tuvo que dimitir al ser acusado de complicidad con el cantonalismo por negarse a combatir militarmente la insurgencia. Como presidente de la República, para suceder a Pi i Margall, se escogió al almeriense Nicolas Salmerón, de ideología krausista, movimiento de gran influencia en toda Europa que impulsaba la renovación y la crítica social. A Salmerón le sucedió Castelar y casi de inmediato se entro en la etapa final de la I República, una etapa conocida como Pretoriana, debido a la irrupción del general Pavía en el Congreso de los Diputados el 3 de enero de 1874.
Habría que añadir, como motivo importante que afectó a la estabilidad de España e impidió un modelo republicano y federal auspiciado sobre todo desde Cataluña, que entre 1872 y 1876 se produjo la tercera de las Guerras Carlistas. Cataluña y el País Vasco fueron las regiones más afectadas en esta tercera guerra, con un sinfín de choques armados y derramamiento de sangre inocente. Incluso hubo, referido a Vasconia, una devolución testimonial de los fueros perdidos que el candidato carlista, el infante Alfonso Carlos, promulgó solemnemente en el año 1876, lo que dio origen, como se ha apuntado, al nacionalismo reivindicativo vasco.
Como vemos, el catalanismo lo intentó mediante dos de sus principales prohombres, el segundo de los cuales quiso poner en práctica un modelo federal que satisfacía a la burguesía catalana. Y el vasquismo, más encerrado en su tierra, secundó al Infante carlista porque recibió de él promesas y más promesas que sabía no podría cumplir. Así, pues, con el regustillo de haber intentado el federalismo o la recuperación de los fueros, ambas regiones se adentraron en la siguiente etapa de la España turbulenta del XIX, conocida como la Restauración, que significó, para catalanes y vascos, un movimiento ideológico-político denominado Romanticismo, momento en el que verdaderamente comienzan a aparecer los nacionalismos en ambos territorios.
Y así hasta nuestros días, en los que el nacionalismo no cesa de adoctrinar a la población, mientras aprovecha cualquier resquicio para lograr nuevas prebendas que justifiquen lo que unos denominan voluntad de ser y otros mayores cuotas de autogobierno. Eso sí, lo que debe quedarnos claro es que al nacionalismo nada le basta, una vez lograda la independencia comenzaría el proceso de anexión de sus territorios vecinos.
Artículo publicado el 5 de agosto de 2004
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