En las anteriores entregas se plantearon algunas de las características de la voluntad de ser. Se dijo, en primer lugar, que es un sentimiento relativamente reciente, nacido quizá en la segunda década del siglo XIX y desarrollado en el turbulento e intolerante siglo XX. Segundo, que quien posee hoy el germen de ese sentimiento tan vehemente, basado en supuestos o reales hechos diferenciales que encubren a menudo un trastorno de superioridad inculcada, no necesariamente goza del equilibrio intelectual más adecuado para diferenciar lo que es justo de lo que no lo es.
Las injusticias a las que los nacionalistas dicen estar sometidos, no olvidemos que tienden a considerarse representantes exclusivos de sus territorios, son las que cimientan y explican el odio hacia la idea de España. Porque nadie ama, es evidente, a quien te trata mal o te desprecia. Pero si ese maltrato, aun en el caso de ser cierto cuanto se afirma, no fuese exclusivo de determinadas regiones con gobiernos separatistas, sino que formase parte de un maltrato y desprecio generalizados hacia todas las provincias españolas, entonces sólo cabría hablar de malos gobernantes no de patrias odiosas y ofensoras. Luego existe algo más, sin duda relacionado con el poder, que justifica la hasta cierto punto abstracta voluntad de ser que algunos alegan.
También vimos cómo en el primer tercio del siglo XIX se produjo un importante movimiento revolucionario en Francia que afectó a toda Europa y dejó su huella en España, sobre todo en Cataluña, que contaba con una burguesía poco dispuesta a participar, en las siguientes décadas, en la política del reino o de la I República pero que se sintió molesta al no hacerlo, olvidando que en parte se había autoexcluido debido a la falta de dominio del castellano en los políticos catalanes, en una época en que la oratoria parlamentaria parecía tan importante. Las clases altas catalanas, descontentas con su papel secundario en la administración española, iniciaron el chispazo de ese catalanismo burgués, reflejado inicialmente en la prensa, que con el tiempo generaría el nacionalismo y actual separatismo.
Gracias, en buena medida, a los capitales repatriados de América y al coste de unas materias primas adquiridas a precio de jornalero en el resto del Estado, Cataluña comenzó a industrializarse, a desarrollar una cultura más completa y a adquirir cierto sentimiento de superioridad respecto al conjunto de España, que permanecía más atrasada en todos los órdenes. Incluso el filósofo Jaime Balmes (1810-48), de quien no podemos poner en duda su patriotismo español, llegó a afirmar que sólo Cataluña se parecía a Europa, puesto que si viajábamos hacia cualquier otra región española nos daba la sensación de haber entrado en un país extraño. Muchos patricios de la burguesía catalana, como se verá, se dedicaron a crear riqueza en su tierra en lugar de brindarse a participar en la política española o en la administración del Estado. En Cataluña fue también poco frecuente el vivir de rentas, mano sobre mano, sin aportar nada a la patria, como hicieron tantos y tantos terratenientes o nobles de otras zonas peninsulares.
El siguiente episodio histórico que desestabilizó aún más la atormentada España dejada por Fernando VII, fue la llegada al trono, a los tres años de edad, de la reina Isabel II, que obligó a la regencia de María Cristina de Borbón, durante siete años, y del general Espartero, principal figura del liberalismo español de aquella época y fundador del Partido Progresista. Durante el reinado de Isabel II se iniciaron fuertes desavenencias dinásticas que originaron las tres guerras civiles denominadas carlistas (1833-76), consideradas el germen, a su vez, del nacionalismo vasco. Un nacionalismo que acabó inspirado en el sentimiento de superioridad que ya poseía la burguesía catalana, que nunca fue separatista respecto a España, sino que quiso dirigirla desde Cataluña.
Artículo publicado el 3 de agosto de 2004
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