miércoles, 29 de noviembre de 2017

Salga el sol por Antequera


He estado de vacaciones recorriendo tres provincias españolas que no conocía. Una de las localidades que he visitado, Antequera, ha suscitado en mí la admiración hacia la obra bien hecha. Me refiero a una Corporación Municipal, socialista para más señas, que ha convertido la bella población de Antequera en uno de los lugares más encantadores y humanizados que conozco. Calles limpias, casi inmaculadas, paredes blancas, verjas bien pintadas, suelos empedrados. Sus notables monumentos, entre los que destacan una alcazaba magnífica, varios palacios y numerosas iglesias y colegiatas, han sido restaurados o se hallan en proceso de reconstrucción. La gente es amable y hospitalaria (no será la última vez que les visite), la laboriosidad y el deseo de progreso se advierte por doquier. A la entrada de la ciudad, junto a un triple arco fastuoso y más que centenario, me impresionó sobre todo el ondear al viento de una gran bandera española que no dudé en filmar y que me hizo pensar que a España aún se la lleva muy adentro en algunas zonas. Hoy, recordando aquella hermosa bandera a la entrada de la no menos hermosa Antequera, elaboro mi primer artículo tras el descanso anual. Bien hallados seáis todos.

España es la gran nación surgida tras la guerra civil más desgarradora y prolongada que haya conocido la Humanidad, una guerra sombría a la que algunos llaman Reconquista y que enfrentó a los hispanos de tres religiones durante ocho siglos. España, desde entonces, carga sobre sus viejos hombros no sólo con raíces y leyendas milenarias, sino con centurias de tradición en común, guerras civiles o dinásticas de no menor sufrimiento y calamidades, monarquías absolutistas en manos de validos, períodos liberales a la usanza de siglos pasados, dictaduras y golpes de estado de todo signo y condición, dos repúblicas de trágico final, un intento estrafalario de desmembramiento cantonal, cientos de pronunciamientos fallidos y amplios ciclos de gloria, de imperio, de no ponerse el Sol y de significar para otros pueblos la nación mortal y enemiga o el reino referencial en la cultura, la milicia, la religión...

Hablamos de la España citada catorce veces en El Principe de Maquiavelo, el cual asegura, como una premoción y aviso para el incapaz que ahora nos preside, que quien ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. Es la España a la que el inmortal Galdós, en plena crisis de la Primera República, le asignó una intensa vitalidad de vejancona robusta. Es la España en la que Quevedo afirma que ni el vino se queja de mal bebido ni los hombres mueren de sed, puesto que a todos acoge. Es la España de innumerables generaciones de poetas y pensadores que han sufrido y alegado para que España no dejase de ser España a pesar de ese 98 desastroso que dio alas a los regionalistas y a los xenófobos.

Por eso la España sempiterna, renacida una y otra vez de mil batallas y estupideces humanas, no puede ser la España que perezca a manos de sus peores hombres de hoy, esos que tras las siglas de partidos con instintos totalitarios que no dudan en coaligarse con el separatismo, creando intereses fraudulentos, ignoran expresamente las palabras de Leonardo Da Vinci cuando asegura que el amor es tanto más ferviente cuanto más cierto es el conocimiento. Y a la vieja España, aunque haya territorios donde se inculque el odio hacia ella, aún la amamos muchos españoles, con fervor entre los que la conocen más a fondo y desean mantenerla altiva y libre, sobre todo libre.

Es imposible que el tonto del pueblo que ahora nos gobierna a golpe de deficiencia sea capaz de entregar España a quienes la Historia recordará como unos caínes fratricidas. Es inadmisible que media docena de hombres rencorosos, aventureros y de instintos omnímodos o racistas, con la anuencia de un hombrecillo pusilánime y estrafalario que siempre sonríe, sean capaces de fracturar España con el único propósito de asegurarse el poder regional indefinido. 

Porque hablamos de la España a la que Antonio Machado cantó y cantó en sus versos y nos advirtió sobre ese ayer que alerta al mañana y al infinito:

¡Qué importa un día! Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombre de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana -ni el ayer- escrito.

Artículo publicado el 22 de octubre de 2004

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