De Rosa Regás se ha dicho bastante estos días, pero César Alonso de los Ríos es quien dice más y mejor, en el diario ABC, sobre la sectaria directora de la Biblioteca Nacional. El notable columnista nos habla de la trayectoria de esta señora y a partir de ahí generaliza sobre determinadas actitudes impostadas de la izquierda.
También nos confirma el señor Alonso, si bien sólo de paso, su evolución desde la izquierda hacia posiciones liberales o, si se quiere, de derechas. Se trata de un caso más de los muchos que se conocen. Sobre este tema, la derecha y el liberalismo, es de lo que hoy me apetecería escribir, aunque fuesen cuatro líneas que ya veremos en qué acaban, ya que los artículos se comportan igual que los personajes de las novelas y a veces se revelan contra el autor. El motivo de tal apetencia es, quizá, haber leído en alguna bitácora de Red Liberal un comentario añadido sobre la imposibilidad de ser liberal y de derecha, e incluso la incongruencia de sentirse liberal y patriota español.
No sé que entenderá la Progresía (el autor del comentario parecía un auténtico progre) en qué consiste ser liberal, pero estoy convencido de que es un término que le gusta y que le apetece mucho apropiárselo. Liberal, para ellos, suena a esa libertad que no profesan pero que necesitan aparentar para conservar la clientela. Es posible que el instinto depredador de cualidades ajenas que ahora mueve a la izquierda obedezca al hecho de considerar agotadas sus propias definiciones. Comunista, socialista o progresista son epítetos que andan renqueantes en el Top 20 de la popularidad electoral. De hecho, significan frases con poca sustancia y destinadas más bien a los transeúntes ideológicos o a los adictos a la política basura, que no le hacen ascos a nada con tal de medrar en ella.
Cuanto más se profundiza en las definiciones de la izquierda más falsas suenan y más desacreditado parece su uso, especialmente si quienes las pronuncian han gobernado y se les ha visto de cerca el cinismo y el vacío intelectual, a lo Vogue. Los comunistas pasaron a ser Izquierda Unida, los socialistas echaron toda la carne en el asador sobre las siglas ZP, que ya hemos visto que encierran la nada y es probable que jamás vuelvan a usarlas. Incluso hay quien se incomoda, entre sus promotores, de que sigamos denominando así a un tal Rodríguez Siseñor. La palabra progresista aún la destacan a menudo los amigos de lo ajeno y del Estado aspirina, pero relacionada con políticas indefinidas, que son esas actitudes etéreas y engañabobos que tiene la izquierda para impartir doctrina de a perra gorda, sin contenido, sin alma, sin letra pequeña o mediana, sólo el titular destinado al rebaño.
La derecha, que a menudo se muestra acomplejada de serlo, prefiere refugiarse en el centrismo o en el liberalismo para definirse. Me parece muy mal que así se haga, pero veo lógico lo segundo: El equipararse al liberalismo y el querer huir de un concepto que el progrerío y el nazionalismo han machacado y relacionado con episodios dictatoriales. Un liberal siempre estará mucho más cerca de la derecha que de la siniestra (valen casi todas las acepciones). El liberal tiene tendencia al Estado mínimo, y otro tanto le ocurre a la persona que posee una mentalidad de derecha. Ambos creen, sobre todo, en el esfuerzo personal y en el mérito del individuo; uno y otro opinan, diríase, que la subvención conduce a la arbitrariedad y a la dejadez, y que juntas son la antesala de la injusticia y la corrupción que con tanta asiduidad asoman en la política de los gobiernos progresistas.
La palabra centrismo, referida al uso que hace de ella la derecha, no hay duda alguna de que debería ser considerada estúpida e innecesaria. Constituye una especie de comodín bueno para nada. Es una posición que nadie sabe qué significa realmente y que usan los gallardones de turno para lanzar la caña y llevarse bien hasta con el diablo. Centrismo no es ni carne ni pescado, tampoco chicha ni limoná; es, en definitiva, un no saber qué se es... al que le acompaña siempre la intención de agradar para llegar, y por lo tanto resulta un hábito marrullero y oportunista para definirse políticamente. Igual que hace Zapatero, ese político mediocre que no vacila en prometer todo aquello que sabe que no puede cumplir sin poner en peligro real un Estado multicentenario, ese gobernante hueco cuyo norte se asemeja al que señala una de esas brújulas averiadas que cabecean en todas las direcciones sin llegar a quedarse fija, bien orientada.
El liberalismo es, ante todo, libertad. Una libertad, como suele decirse, adecuada para que cada uno haga de su capa un sayo. Pero el liberalismo, cuando no está contagiado de anarquismo, sabe que necesita un soporte mínimo que le garantice la estabilidad y la seguridad. Sólo así el liberal podrá permitirse alcanzar el logro de sus propias creaciones y ensueños, por esa razón necesita algo de Estado, aunque sea un rescoldo. Si desde posiciones liberales se negara la existencia total del Estado, es decir, se propiciara su desaparición, nos situaríamos en la órbita del comunismo teórico y le daríamos la razón a Engels, que llegó a afirmar lo siguiente: Cuando sea posible hablar de libertad, el Estado como tal dejará de existir.
Ese Estado, si satisface y aporta el bienestar necesario a la mayoría de sus ciudadanos, sean liberales o no, con el tiempo debe llegar a agradar y a propiciar que uno se sienta a gusto en él, muy especialmente si se le compara con determinadas naciones de Afroasia, inmersas en la ignominia política, o con ciertas regiones periféricas de la propia España donde hasta el respirar debe hacerse según las normas del nacionalismo gobernante y asfixiante.
Cuando el liberalismo o la libertad auténtica (valga la redundancia) se asientan en un territorio, al cabo de un tiempo es posible apreciar lo bueno que uno tiene y comienza a creerse como en casa, como en familia. Y la familia, al menos la familia cercana, se acaba amando salvo que uno sea una especie de Caín. Bien, pues ese amor a la familia, y por extensión a la Patria, es lo que algunos sentimos al considerarnos patriotas y al mismo tiempo liberales o de derechas, de la derecha liberal. Porque la mejor tierra es la que te sustenta en libertad. Y España, no tanto por lo que es hoy con los nacionalismos disgregadores y rampantes, sino por lo que podría llegar a ser si se controlasen esos instintos totalitarios mediante la ley, merece ser amada y que se le conceda la oportunidad de cobijarnos a todos, en libertad.
Luego mi opinión, que espero sea absuelta entre los anarcoliberales y promotores del no Estado que pululan por Red Liberal, es que el liberalismo no tiene por qué carecer de patriotismo, puesto que ambas esencias (libertad-patria) se muestran unidas entre quienes consideramos que el hombre no es intrínsecamente perverso, al que el Estado debe controlar en cualquier momento, ni debe regalársele todo desde la cuna a la sepultura.
Como hoy he escrito sobre lo primero que me ha venido a las mientes, para no dejar una impresión final demasiado gris o sectaria, a lo Rosa Regás, voy a concluir con una cita de Homero, personaje del que no sé si sería liberal o progresista hoy en día, aunque estoy convencido de que sí fue un gran patriota: Nada hay tan dulce como la patria y los padres propios, aunque uno tenga en tierra extraña, lejos de los suyos, una casa opulenta.
Artículo publicado el 31 de agosto de 2004
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