viernes, 24 de noviembre de 2017

Maragall, portador residual de la antorcha



Hay tres blogers en Red Liberal por los que siento una debilidad especial, distinta. Dios les ha tocado con su mano y les ha infundido el don del ingenio y el saber narrar las circunstancias, las que sean. Lo mismo defienden a capa y espada que cuando uno estornuda siempre lo hace con los ojos abiertos, ¡leñe, y aunque lo escriban en cachondeo vas y te lo crees, y disfrutas al leerlo!, que les atizan estacazos por doquier a los farsantes, ¡y te lo crees mucho más, porque se nota que escriben en serio y lo hacen bien y encima divertido! Lo dicho, la mano de Dios. Uno de ellos es Manel Gonzalbo Al Kaafr, de quien espero lo mejor, algún día, en la faceta literaria. Otro responde a un nombre que prefiero no dar, para dejar en blanco un huequecillo y que nadie se considere excluido, pues son muchos los que no carecen de mérito. El tercero de los que lleva la marca de Dios es Mario Noya. Sobre su hombro derecho, naturalmente, se observa una pequeño sombra, apenas visible, que sólo pueden mostrar los elegidos. Mario, úsala y escribe, escribe mucho.

Maragall, portador residual de la antorcha:

No hace mucho recibí un correo electrónico de mi buen amigo Jordi, magnífico catalán de primera generación (por parte materna) y estupenda persona a la que aprecio de veras. Me comentaba su ilusión -él dice que la idea no es tan descabellada- ante el mega-proyecto de Maragall. Al leer sus argumentos favorables me dio la sensación de que había mordido en el anzuelo del político ¿socialista? Por eso, a sabiendas de que mi amigo conoce lo que opino acerca del hecho diferencial y similares, como pedía mi opinión no dudé en darle una primera respuesta.

Amigo Jordi:
Recuerdo que hace años conocí a Pascual (Pasqual) Maragall en uno de esos mítines que el entonces alcalde ofrecía a menudo en la periferia de Barcelona. Eran tiempos gloriosos para él, con la Olimpiada del 92 no demasiado alejada y aún seguía recortando el cupón que tan buenos réditos le proporcionó el feliz acontecimiento deportivo. Sí, cualquiera lo hubiese afirmado entonces, Maragall encarnaba el socialismo moderado, innovador y europeo -además de español-, capaz de aunar sentimientos que se plasmaron cuando nuestra Selección Nacional conquistó la medalla de oro de fútbol en el Camp Nou, en una de cuyas sedes más representativas, La Masía, hoy se proscribe la bandera española sin que el ex alcalde se pronuncie al respecto.

Me gustó muchísimo ver el gran triunfo de nuestro equipo en el 92, que además fue merecido, pero me gustó casi tanto como lo anterior ver un estadio lleno de banderas españolas y gritos de ánimo por primera vez en el estadi hacia quienes representaban a nuestra querida patria. La Olimpiada había hecho el milagro en el recinto de una institución deportiva que presume de ser más que un club. Aquella noche allí éramos nosotros y también eran ellos, aunados. Maragall parecía ser el brillante artífice del entusiasmo sin exclusiones y merecía todo mi aprecio y el de aquellos a quienes consulté.

El día en que conocí a Pascual Maragall, desde primera hora de la mañana estuvo sonando el himno socialista de Novecento en el barrio donde debía celebrarse el mitin, la música nos reclamaba para escuchar lo que entonces se consideraba el oráculo de Delfos y el no va más del ideal de convivencia entre catalanes de origen y de adopción. Y acudimos alegres, sin importarnos que el descanso dominical quedase malherido a horas tan tempranas por el himno atronador, e ilusionados, a la par, en escuchar al fin la alternativa a un excluyente nacionalismo de CiU que ya parecía tan rancio como enquistado.

Tras larga y calurosa expectativa matinal, en la que incluso se produjeron deserciones momentáneas en busca del vermú y las tapas domingueras, cuando ya se había sobrepasado con creces el mediodía y la paciencia de quienes allí aguardábamos soportando el pedazo de sol, irrumpieron en la plaza el citado alcalde Maragall y un señor sudoroso (último en quitarse la americana), con barriga pronunciada, gafas de culo de botella (o poco menos) y cierto tic delator de su incómoda presencia en el humilde barrio barcelonés de La Verneda.

El personaje que acompañaba al afamado alcalde no era otro que Narcis Serra, a la sazón vicepresidente del Gobierno (todo un cargazo), caracterizado desde siempre por su socialismo de salón (piano incluido) y por pertenecer a esa burguesía catalana y patricia -de la que Maragall no es ajeno- que tiene de socialista y visitadora de barrios humildes lo que un servidor de arcipreste.

Acompañaba a la pareja de mitineros, además de la multitudinaria escolta de chaquetas abiertas que asomaban la cartuchera, cierto individuo pequeño, fibroso y con bigotillo a juego -ya vemos que el prototipo no es inédito-, cuyo nombre no recuerdo y del que posteriormente supe que era el capitoste de la UGT en Cataluña. Este último personaje, del que poco más diré, intervino como telonero de los pesos pesados, para caldear el ambiente -maldita la gracia-, y se mostró bastante combativo en su oratoria, casi toda ella en catalán. Vino a decirnos, poco más o menos, que sólo el socialismo redime al hombre y que el barrio debía perseverar en la buena senda de otras elecciones anteriores, cuya característica principal era la ofrenda masiva de nuestro voto al PSC-PSOE.

La referida terna -vicepresidente, alcalde y sindicalista- había llegado deprisa y corriendo y todo daba a entender que aquello no era sino una etapa más de su maratón ciudadano en busca del voto emigrante; es decir, esos votos de los barrios periféricos de Barcelona (La Verneda, El Besos, Barón de Viver...) o de las ciudades de su cinturón metropolitano (Santa Coloma, Badalona, Hospitalet...) donde el Partido Socialista Catalán, que ya ni siquiera añade lo de PSOE tras el guión, acostumbra a echar las redes y sacarlas repletas de unos votos que a la postre son tan válidos como los de Sant Gervasi-Pedralbes (zona guapa de Barcelona) o Vic (capital de la Catalunya catalana de Pujol). 

Así, pues, amigo Jordi, como puedes comprobar conocí a Maragall mientras practicaba la pesca de altura -tradicional nutriente de los socialistas catalanes-, actividad que para él supuso una vez más, sin que hiciera ascos aparentes, su auténtico Gran Sol o su banco sahariano, caladeros muy conocidos entre los profesionales de la redada y que (antes de que el marroquí se acomplejase) se caracterizaban, campaña tras campaña, elección tras elección, por sus abundantes capturas entre las que no faltaba el merluzo o pez-crédulo, de cuya especie yo mismo fui un buen ejemplar al que, como sabes, enredaron en varias ocasiones consecutivas.

Será difícil que olvide tres notas características de los oradores: El sindicalista, de ascendencia castellana, habló casi todo el tiempo en un mal catalán que deduje forzado y superfluo para quienes le escuchábamos, emigrantes de otras regiones la inmensa mayoría. El vicepresidente del Gobierno, creo que entonces sólo había uno, además de pronunciar su discurso prácticamente en castellano, se llenó la boca con las palabras España o español, que el buen hombre insertaba a destajo en todas sus frases, como si, justo al contrario que el jefe territorial de la UGT, considerase necesario destacar su españolidad ante un público que deseaba ganarse.

Maragall, el tercer componente de la trinca (de trincar votos), fue el último en hablar saltándose a la torera el orden jerárquico -quizá porque tenía más desparpajo y dejaba mejor regusto para las urnas- no dudó en criticar y criticar, casi como un monotema, al gobierno de Pujol y a todo lo nacionalista en general. Para Maragall, según nos dijo con otras palabras -pronunciadas en castellano-, ideas como la España de los Austrias, a las que Pujol se acogía a menudo en aquellos tiempos, estaban muy superadas gracias a nuestra incorporación a Europa.

Aquel hombre, tan saltarín y festivo cuando aceptó la bandera olímpica de su predecesor en Seúl, se mostraba ahora anclado en la tarima, con el cuerpo en tensión, las piernas casi arqueadas y el gesto acerado, mientras proclama a voz en grito ciertas ideas que mi recuerdo han sintetizado en las siguiente frases: El nacionalismo es un veneno que hace desfallecer a quien lo inhala. Sepamos vivir alejados de actitudes tan poco éticas y tan radicales.

Han pasado algo menos de diez años de aquel mitin antinacionalista y todos hemos evolucionado un poco o un mucho. La gente, que no suele cambiar su personalidad y sus manías así la cuezan a fuego lento -probablemente con excepción de las ideas políticas, donde se acostumbra a dar bandazos de un extremo a otro-, no acaba de percibir en toda su intensidad al político evolucionado (mejor dicho, descarriado) hacia ideas extremistas que en muchos casos representan una auténtica traición a sus principios (de inicio) y a la gran masa de votantes que le respalda.

Maragall, amigo Jordi, es uno de esos hombres encaminados hacia lo grotesco y hacia lo éticamente insufrible. Es tal su ansia de llegar al poder en Cataluña -ahora o nunca, y él lo sabe-, que en lugar de acogerse a proyectos de desarrollo transnacional bien regulados en la Unión Europea, como pueda ser el de REGIONES-BIS, no duda en ofrecer propuestas mucho más retrógradas que las de Pujol con tal de arañar esos miles de votos dudosos, sensiblemente diferenciales o merluzos, que acaso decidan al ganador de la bicoca (el cargo autonómico casi siempre es vitalicio), de la estatua no lejana en la plaza céntrica y de su nombre en una calle principal de cada población catalana. Pujol, su bestia negra, ya casi lo ha conseguido y él no puede ser menos.

Lo que probablemente Maragall no ha calculado a fondo, o sus asesores no se atreven a decirle, es que por cada voto capturado en caladeros ajenos mediante el gancho de la mega-corona, auténtica carnaza que atufa a podrido, quizá pierda algunos en los caladeros tradicionales. Los cardúmenes de merluzos, hartos de que se maltraten nuestras raíces y se abomine de todo lo español, no siempre vamos a picar en el mismo anzuelo. El elector, sobre todo el elector curtido, ya no se deja encandilar por la luz de unas antorchas olímpicas, apagadas hace años, cuyo único y residual portador se empecina en lograr el primer puesto en la foto-finish del nacionalismo y cuyo exiguo resplandor se dirige hacia un más allá desconocido y lleno de tinieblas.

Si algunos votantes (como fue mi caso) tardan varias elecciones en advertir que han entregado el voto a quien lo usa indebidamente -más para fines personales que de programa-, antes o después acabarán percibiendo la realidad de esa malversación y no dudarán en castigar con la abstención, o con el voto a otro partido más coherente, al candidato estrafalario que fantasea.

En la actualidad, con su propuesta de mega-región europea que abarca el ámbito de la antigua Corona de Aragón y que repudia al resto de España, Maragall se ha hecho acreedor a sacar las redes vacías en unos caladeros que ya no debería considerar propios, si no tan españoles como socialistas, algo que él parece que haya dejado de ser al haberse decantado hacia la Padania franco-ibérica. El olímpico y deslumbrante alcalde al que voté en aquella ocasión en que le conocí (derrochando mi voto), se ha convertido en un personaje estrafalario y al que hoy, amigo Jordi, no votaría aunque pudiese y así me ofreciera el cargo de Embajador Plenipotenciario en Madrid.

Artículo publicado el 5 de julio de 2004

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