viernes, 24 de noviembre de 2017

La base de nuestro pueblo-1


España es una nación por los cuatro costados, o al menos eso es lo que a mí me parece y creo deducir. La acepción cuarta del DRAE nos ofrece la siguiente definición de nación: Conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. Luego si repasamos la historia de nuestra patria advertiremos que aunque no siempre se hayan dado todos los requisitos que la Academia de la Lengua sugiere, ya que se conocen períodos de singularidad en una u otra región, el resultado final es bastante categórico.

Sospecho que mi afirmación sólo será discutida por los radicales de la tribu vasca, aunque yo diría que con argumentos poco sólidos. Es bastante axiomático el origen étnico compartido de la inmensa mayoría de los habitantes de España, incluso con los vascos, puesto que cada día está más claro que los antiguos vascones no pasaron de ser una de tantas tribus ibéricas, poco romanizada si se quiere, aunque mucho más de lo que se suele admitir en el ámbito nacionalista. Los vascones, es bien sabido, llevaron una trayectoria itinerante desde el pirineo navarro hasta su actual lugar de asentamiento, una tierra mucho más de paso que a través de los siglos les ha eliminado su antigua endogamia.

La base de nuestro pueblo, el de los españoles, se sustenta en la celtiberia, sobre la que Roma distribuyó varias capas de civilización y de progreso. Caída Roma, el pueblo visigodo, una minoría que se estima en menos de 300 mil personas, llegó hasta la Hispania de los cinco millones de habitantes y gobernó casi para todos durante más de 200 años. El gobierno de las elites godas, de hecho, le confirió a Hispania el concepto de nación unitaria en contraposición a lo que representaba en los tiempos de Roma, período en el que el territorio ibérico sólo era un conjunto de provincias romanas, unas senatoriales y otras imperiales.

Más tarde llegaron los musulmanes, unos pocos miles, y por algún extraño prodigio lograron conquistar todo el Imperio hispano; pues la Hispania goda, con casi 700 mil kilómetros cuadrados y cerca de los 8 millones de habitantes, era un auténtico imperio que cubría la totalidad de la Península ibérica, todo el sureste francés hasta el Ródano y un buen bocado del actual norte de Marruecos, donde tras la marcha de los bizantinos, unos 60 años atrás, se creó el condado de Tánger que comprendía gran parte del Rif y la región de Gumara.

Hasta aquí, muy resumida, una etapa histórica de unos dos mil años durante los cuales los habitantes de Hispania entrelazaron su sangre unos con otros, comerciaron a fondo entre sí y convivieron favorecidos por esa admirable red de calzadas y puertos de refugio que Roma nos legó. Los sarracenos cortaron de raíz aquella etapa, lo ocuparon casi todo y establecieron acuerdos con los hispanos tan pronto pudieron. No tenían alternativa, los musulmanes eran conscientes de que a consecuencia de su escaso número les resultaría imposible controlar Hispania sin pactar con las aristocracias locales. Dos de los pactos que han trascendido fueron en Aragón y en el sureste, con el hispano romano Casio y con el visigodo Teodomiro.

Se calcula que todos los árabes llegados a Hispania durante los siglos en los que ejercieron su dominio apenas rebasaron el millón de personas. Uno de los contingentes más numerosos fue el de Musa ben Nusayr, compuesto de 18 mil árabes. No hay noticias historiográficas de otro mayor. Los beréberes sí entraron en diversas oleadas y en mayor número, pero no acabaron de asentarse en Hispania, fue un ir y venir, primero porque los árabes los destinaron a las tierras altas y se reservaron para sí los valles. Más tarde, porque los sucesivos imperios de los Almorávides y Almohades fueron efímeros y además establecieron sus cortes califales en África. De hecho, hasta Marrakech, la capital de ambos imperios, llegaron numerosos andalusíes en busca de la protección del Califa. El caso más conocido es el de Averroes, grandísimo polígrafo hispanoárabe del que se asegura que fue desterrado, cuando en realidad el soberano almohade le envió de vuelta a su casa cordobesa. Es decir, desterrado, pero de la corte de Marrakech.

Los beréberes benimerines, finalmente, sólo influyeron con su ejército en el reino de Granada, aunque sin aportar población adicional a un reino nazarí superpoblado ya a consecuencia de haber acogido a cuantos islamitas huían de la cristiandad. Y ese fue uno de los motivos, la sobrepoblación, para que el reino de Granada tardase tanto en caer. Fue como si se hubiese concentrado en Granada, que comprendía también Málaga, Jaén y Almería, casi todo el potencial del al-Andalus más floreciente. 

Los árabes actuaron como los godos, ocuparon el poder, las clases altas y el ejército. El pueblo seguía siendo hispano en su abrumadora mayoría. La gran diferencia respecto al dominio de los visigodos es que éstos abandonaron su arrianismo para integrarse con los hispanorromanos, ya que habían encontrado una patria que hicieron suya, mientras que los islamitas, desde el respaldo que les daba su gran imperio, incentivaron la conversión al islam mediante la exención de impuestos. El proceso fue inverso entre visigodos y árabes. Más de media Hispania se convirtió al islam, algunos de buena fe y otros por conveniencia, pero seguían siendo hispanos aunque ya no se llamasen así. La población ibérica pasó a identificarse según la religión que se profesase: musulmanes o cristianos, y hay quien juega interesadamente con esos términos para comenzar a dividir a España en bandos o naciones.

Artículo publicado el 8 de julio de 2004 

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