De acuerdo con la definición de nación que nos ofrece el DRAE, Portugal es en gran medida parte de Hispania, o si se quiere España, o si se busca la exquisitez para no ofender a nuestros vecinos: Iberia. ¿Por qué Portugal no forma parte de España si la mayoría de sus habitantes pertenecen a la etnia hispana? Todo tiene su explicación y yo, con perdón, voy a ofrecer la mía.
De entrada habría que aclarar que Portugal es la excepción que confirma la regla. Una regla que nos dice que España, a causa de la Reconquista, poseyó iniciativas políticas y militares en varios núcleos de su territorio que acabaron fusionándose gradualmente. Pero hubo uno de esos territorios hispanos, Portugal, que si bien se integró en la Corona española durante un tiempo, 1581-1640, acabó por alejarse de nuevo y vivir a su aire, normalmente de espaldas a España, como España ha vivido durante siglos ignorando a Portugal.
¿Qué puede haber ocurrido para que haya sucedido algo así? El asunto es complicado y viene de lejos. La historia de Portugal arranca con la intervención de Bermudo II, rey de León, que en el año 997 conquistó a los musulmanes el territorio comprendido entre los ríos Miño y Duero. En el año 1064, Fernando I, rey de Castilla y León, avanzó la reconquista hasta la actual localidad de Coimbra. Es decir, ambos reyes hispanos recuperaron de manos islamitas un tercio aproximado del Portugal peninsular. Las nuevas zonas ocupadas se organizaron como condados dependientes del rey de Castilla y León, y el más antiguo de ellos, Comitatus Portaculenis, acabó por darle su nombre a todo la región.
El rey Alfonso VI, tras sus graves desavenencias con Rodrigo Díaz y lo que para él supuso la humillación de la jura de Santa Gadea (sobre la que no solo culpó al Cid sino a buena parte de la aristocracia), tuvo tendencia a rodearse de otros nobles no castellanos y decidió emparentar con la casa de Borgoña. Roberto I, el duque de dicha casa, emparentado a su vez con los Capetos de la dinastía real francesa, ofreció al rey Alfonso a su hija Constanza, a la que acompañaron otros nobles borgoñones que se asentaron en el reino de Castilla y León y consiguieron cargos de cierta relevancia. En el año 1090, el rey Alfonso desposó a su hija Urraca, habida en el matrimonio con Constanza, con un nuevo borgoñón, Raimundo de Borgoña, conde de Amaous, y como dote le ofreció los condados de Portugal y Galicia.
En el año 1093 aparece en escena un personaje singular, Enrique de Borgoña. Enrique era un hombre de casa noble, nieto del duque Roberto I de Borgoña, primo de Raimundo y cuarto heredero en la línea de descendencia a la corona ducal. Enrique también era sobrino de Constanza de Borgoña, segunda esposa del rey Alfonso VI. De carácter aventurero y con pocas opciones de alcanzar algún poder en su tierra, Enrique reunió unos cientos de guerreros y se puso al servicio del rey Alfonso, a quien sirvió con acierto en las guerras contra los musulmanes.
En 1095 Enrique de Borgoña se casó con Teresa, hija ilegítima del rey castellano-leonés, que le confió al borgoñés el condado de Portugal y se lo retiró a su yerno Raimundo, al que sólo le dejó Galicia. Eran tiempos de gran empuje de los almorávides, que habían unificado las taifas de al-Andalus y convertido a Granada en su capital peninsular. Alfonso VI sufrió a manos de los nuevos invasores musulmanes dos importantes derrotas: Sagrajas y Uclés, durante la segunda de las cuales murió Sancho, su único hijo varón, lo que determinó el hundimiento moral del Rey y su fallecimiento un año más tarde.
A la muerte del rey Alfonso VI, en 1109, la corona de Castilla-León pasó a manos de su hija Urraca, que reinó hasta el año 1126 como Urraca I. Urraca era hermanastra de Teresa y cuñada de Enrique de Borgoña, condes de Portugal. Los condes portugueses no reconocieron a Urraca, probablemente porque Teresa aspiraba a la corona de Castilla y León, y no sólo se negaron a mantener su dependencia del reino castellano-leonés sino que Enrique invadió León e inició una serie de conflictos.
Así, pues, vemos cómo el aventurero Enrique de Borgoña creó la primera dinastía real portuguesa traicionando a la Corona que le había confiado el cargo de conde de Portugal y usando agresivamente ese momento de confusión que se produce tras la muerte de un monarca. Igualmente podemos ver el grave error que representó para Alfonso VI y sus descendientes rodearse de nobles borgoñones ávidos de poder y poco o nada integrados en las tradiciones y objetivos comunes de la Hispania cristiana.
Artículo publicado el 14 de julio de 2004
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