viernes, 24 de noviembre de 2017

El cachondeo británico-1


Hay un asunto importante que afecta a nuestra patria, o al menos a los que nos sentimos patriotas de la España toda -entiéndase un patriotismo reflexivo y al margen de cuestiones ideológicas extremas-, que me induce a creer que los británicos no tienen arreglo y que por los siglos de los siglos seguirán encarnando la astucia más arrogante y aprovechada. La cuestión ha venido suscitada por la doble exhibición, primero de la princesa Ana y luego de un submarino nuclear, ante ese Moratinos quejumbroso cuya respuesta se ha situado a caballo entre la amenaza y el por favor iros prontito a casa, cuando todo el mundo conoce, incluido ese socialista Chaves que paseó su tipito pancartero en la anterior arribada del Tireless, que en esto de las relaciones exteriores hay que dar el estacazo a la chita callando, a lo británico, vamos.

La sensación que dan estos anglosajones de hoy, tan amantes de la tradición y la parafernalia como los de antaño, es que nunca cesarán de aplicarnos a los españoles ese viejo rencor que se originó en tiempos de Felipe II. Así, pues, probablemente seguirán considerándonos sus enemigos ancestrales durante algunas centurias más, quizá hasta que expiemos la desfachatez de querer invadirles a finales del siglo XVI, cuando el gran rey Felipe, harto de que Isabel I diese patente a todo pirata habido o por haber y subvencionase a cualquier enemigo de España, les envió una flota que sólo la inclemencia del tiempo (cada día se corrobora más ese hecho) determinó su fracaso y el nacimiento de un nuevo imperio, el británico, cuyo esplendor, por suerte para muchos, decayó hace bastantes décadas.

Para juzgarles hoy, es lógico que debamos considerar en los ingleses mucho de lo que han hecho a lo largo de su historia, donde junto a episodios admirables se encuentran depredaciones sórdidas. Y el balance entre unas y otras actuaciones, por lo que concierne a España, no será positivo hasta que no se solucione el contencioso de Gibraltar. Es una verdadera lástima, por lo tanto, que aunque uno esté deseoso de admirar la democracia de esa gran nación y el envidiable espíritu patriótico que subyace en su pueblo, no acabe de recoger en el cesto de la estimación hacia ellos los ingredientes necesarios; siempre, como frutos ausentes, nos encontramos con el vacío que deberían ocupar la lealtad y la nobleza.

A diferencia de sus primos norteamericanos, más propensos a mostrarse amistosos y agradecidos si se les secunda en los foros internacionales -incluso si no precisan ayuda alguna, como fue el caso de la intervención en Iraq-, los gobiernos del Reino Unido suelen ofrecer a priori, cuando te necesitan, una sonrisa dentífrica de las de brillo televisivo y luego, si creen que ya no eres útil, no dudan en asestarte la puñalada trapera. Eso sí, con la creencia absoluta respecto a España de que enseguida echaremos los pelillos a la mar y se nos volverá a caer la baba en cuanto ellos quieran. ¡Y lo malo es que es cierto! Nunca hemos aprendido a valorar y a recordar los navajazos de los gobiernos de Su Graciosa.

El último episodio del asunto de Gibraltar arrancó hace unos tres o cuatro años con la creación de una comisión en el Foreing Office para el estudio de la situación gibraltareña, pero en realidad comenzó a quedar de manifiesto unos meses antes del conflicto iraquí, en los que el amigo británico supo que España ocuparía un sillón en el Consejo de Seguridad y todo fue armonía y ofrecimiento hacia nosotros:

-Toma Uno, Blair visita España y se entrevista con Aznar (o le recibe en Londres), prometiéndole el oro y el moro en el tema gibraltareño y engatusándole como sólo sabe hacerlo un británico, hasta el punto de que el ex Presidente (parece mentira que fuese tan pardillo en este tema) poco menos que da por solucionado el asunto de la Roca, monos incluidos. Acabado el paseo militar en Iraq de los USA-UK (que el terrorismo iraquí es otra cosa), España, cuando más confiaba en que se materializase el principio de acuerdo sobre Gibraltar, observa con asombro cómo se produce la espantada del Premier británico, lo que demuestra que para él ya no valía el apoyo prestado, el jugarse el futuro político ante los pancartistas (como hemos comprobado) y, sobre todo, las buenas razones históricas que motivaron el inicio de conversaciones unos años atrás.

-Toma Dos, ese mismo Blair de sonrisa encantadora en fechas anteriores se olvida de que existe España y su amigo Aznar y se limita a encargarle a un secretario de tercera que declare, en sendas entrevistas en dos diarios españoles, que el asunto de Gibraltar no puede solucionarse sin la opinión favorable de sus habitantes, a los que se les había autorizado un paripé de referéndum sobre el que Blair aseguró (con la boca pequeña) que no era vinculante.

Y es que el caso tiene miga. Tras varios meses de declaraciones altisonantes de los ministros británicos, incluso en la Cámara de los Comunes, habiéndose establecido ya un principio de acuerdo que debía desembocar en la solución casi definitiva sobre Gibraltar, Blair sintió vértigo en el último minuto y recurrió al pretexto del respeto a la voluntad de los llanitos. El Premier británico, acongojado por los titulares de prensa de su país -que nunca dejará de ser imperialista-, para poder escaparse por la gatera alegó que Aznar se reservaba el derecho de España a reclamar en el futuro la propiedad única del territorio (nada más lógico) y que el acuerdo alcanzado era de co-soberanía indefinida (como Andorra hasta hace cuatro días, vamos), de modo que paralizó el asunto -él sabrá realmente por qué- y pospuso sine die la negociación con España. Poco más tarde se disolvió la comisión del Foreing Office y todo acabó en artificio. 

Artículo publicado el 11 de julio de 2004

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