Acostumbro a leer con regularidad la bitácora o blog de Jose Cohen, donde a menudo aparecen interesantes comentarios de noticias que afectan a Israel, muchas de ellas descuidadas en otros medios. Luego aprovecho sus enlaces, que figuran en la columna de la izquierda, para darme un garbeo a lo largo y ancho de este mundo. La bitácora, no quiero que se me olvide citar el título, se llama Desde Sefarad y ofrece un punto de vista bastante equilibrado, donde incluso aparece a veces cierta autocrítica sobre la cuestión israelí. Desde Sefarad incorpora, además, la posibilidad de que el lector pueda añadir coletillas adversas, opción que normalmente se ofrece en las bitácoras cuando uno cree que le asiste eso que llamamos razón, que no es más que la facultad de discurrir mediante buenos argumentos.
Así, pues, tras documentarme en Desde Sefarad y otras bitácoras que profundizan en el conflicto árabe-israelí (incluidas algunas páginas islámicas), he contrastado ambas tendencias y creo que puedo ofrecer a quienes me leen habitualmente (tres o cuatro) un artículo de fondo con las conclusiones a las que he llegado. No quiero presumir de suficiencia ni de aportar un punto de vista de extrema singularidad, al contrario, sólo me motiva el deseo de reflejar en estas líneas mi humilde y sencilla opinión del porqué no se ha encontrado ya una solución que haga más felices, o menos desgraciados, a tantos miles de seres humanos que viven con zozobra en la zona de Oriente próximo. Es probable que en mi caso aporte mucho de ingenuidad y bastante de desconocimiento, no me importa reconocerlo, aunque espero que lo que prevalezca sea cierta intuición, siempre desde una postura en extremo periférica como es la mía.
Si fuese cierto, que no lo es, lo que asegura alguna izquierda trasnochada y cerril (esa que necesita enemigos porque no sabe vivir en positivo y se sintió huérfana tras la caída del Muro), que una parte de los grandes males de nuestro mundo proceden del desequilibrio entre israelíes y palestinos, y que el actual peligro para la humanidad, el terrorismo islámico, está en parte justificado por la situación de hegemonía del estado de Israel, nada más fácil que darle carpetazo al asunto creando un Estado palestino demócrata y próspero que acepte convivir con sus vecinos judíos, algo que sin duda beneficiaría a toda la zona. Israel lo ha propuesto ya en innumerables ocasiones, incluso ofreciendo la confederación de ambos estados. Buena parte de Europa, Estados Unidos y algunos de los países menos fanatizados de entre los musulmanes, como por ejemplo Jordania y Egipto, secundarían a gusto la moción, pero existe una Mano Negra que invariablemente obstaculiza cualquier arreglo en tal sentido.
Para poder ver un poco de luz en este asunto, igual que sucede en las clásicas novelas de intriga, creo que deberíamos de formularnos la pregunta clásica: ¿Quién se beneficia de una situación tan lamentable y duradera? ¿Yasir Arafat? Sin duda alguna, de lo contrario estaría en la cárcel por ladrón, si no por algo mucho peor, o hace años que hubiese salido por piernas camino de alguna isla paradisíaca del Índico o de esa torre de marfil que posee en París. Recuérdese el dato: París. Pero Arafat no es la clave, sólo es un peón, o a lo sumo un alfil, de ese tablero manejado por la Mano Negra cuyos apetitos se encuentran repartidos, fifty-fifty, entre intereses políticos y comerciales.
Si nos fijamos en la cuestión política, enlazada de pleno con una religiosidad mucho más supuesta que real, en Oriente próximo nos encontramos con una serie de tiranías basadas en el islam -religión adulterada ya en sus inicios-, cuyo objetivo número uno es mantener entumecidos mentalmente a sus respectivos pueblos. De hecho, hace ya muchos años que tal entumecimiento se practica mientras que las familias gobernantes se dan a la buena vida, se dedican a coleccionar palacios en sus feudos y mansiones de veraneo en las costas mediterráneas, donde acostumbran a jugarse verdaderas fortunas en los casinos (actividad lúdica prohibido expresamente en el Corán) o a bañarse en mares de licor, algo que pueden permitirse impunemente, sin que trascienda hasta al pueblo, toda vez que no existe libertad de prensa ni nada semejante en unos reinos medievales donde los imanes, subvencionados hasta la opulencia, desempeñan el papel de portavoces idólatras de las dinastías, al tiempo que no cesan de embrutecer al creyente para que se fanatice y mire hacia otra dirección.
Quienes así actúan de un modo tan perverso, al estilo de esas sectas heréticas contrarias al orden moral y a la bondad que toda religión debe recoger en su doctrina, son esos mismos reyezuelos que no reparan en medios y dilapidan un patrimonio que no les pertenece ni es inagotable, el petróleo. Actúan así con tal de azuzar a cuanto exaltado se decante contra Israel, contra Estados Unidos o contra cualquiera que simpatice con ambos. Se trata de que el pueblo, mediante la designación de enemigos hacia los que descargar la ira, no se pare a pensar y acabe decidiendo que ya está bien de tiranía y abuso y que algún día, cuando ya no exista la deslumbrante riqueza del subsuelo, no quede otro remedio que volver a la penuria anteislámica, donde el beduino, en el mejor de los casos, se dedicaba al pastoreo nómada, al trasporte en caravanas y a guerrear entre facciones rivales y dependientes de jeques deseosos de rapiña.
Los estados islámicos de hoy, igual que los nacionalistas ibéricos, exactamente igual, precisan mantener bien localizado y señalado a un rival, a poder ser cercano, que siempre, haga lo que haga, tacharán de odioso, atroz y sanguinario y les servirá de coartada para encubrir sus propias fechorías. En el caso de los déspotas musulmanes, el rival designado es Israel. En el caso de los totalitarios nacionalistas ibéricos, el enemigo mortal a batir se llama España. La designación de adversario es, pues, una condición imprescindible para la supervivencia de los tiranos y de los nazis. De no existir el enemigo, se inventaría, así lo hizo descaradamente el nazismo hitleriano cuando actuó contra los judíos. De no poseer una entidad importante, como son las naciones de España o Israel, de algún modo se facilitaría dicha entidad. Son capaces de todo con tal de ocultar que el odio, la atrocidad y la maldad se encuentran en su lado y que el pueblo de ningún modo debe ser consciente de ello puesto que entonces los tiranos perecerían. La Mano Negra tiene un primer nombre colectivo: Tiranías musulmanas.
Sin embargo, hay una segunda Mano Negra no menos odiosa que lleva años frenando cualquier posible solución al logro de una paz estable entre israelíes y palestinos. Si se le pudiera dar un nombre y optáramos por lo fácil, no cabe duda que una nación llamada Francia se encontraría tras la Mano Negra. Pero designar a Francia sería tremendamente injusto, como injusto sería señalar hacia la antigua URSS, dos estados con derecho a veto que, desde siempre, han propuesto o vetado en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, un organismo superfluo en nuestros días, cuantas resoluciones perjudicaban a Israel y, sobre todo, a Estados Unidos.
La actitud del caso soviético podría llegar a ser incluso comprensible, pues fue una larga etapa de guerra fría durante la cual la URSS trató de expandir su influencia por doquier e intentó posicionarse en el Mediterráneo islámico. A ese respecto recordemos su pacto con Egipto y Siria y las bases navales que ambos países le cedieron a cambio de un fuerte suministro de armas tras la guerra de los Seis Días. Extinta la URSS, Rusia parece haber tomado un camino de cierta apatía en todo lo que se refiere a la política externa, interesándole más bien la cuestión comercial, apartado en el que siempre incluye sus numerosísimas exportaciones de armamento a los países árabes, como por ejemplo el Iraq de Saddam Husein, lo que determina, a su vez, que el estado de Israel no pueda serle simpático ni le convenga una paz que mermaría sus exportaciones de material bélico. Recordemos que Rusia fue la principal beneficiada del contrato Petróleo por alimentos, alimentos convertidos a menudo en partidas de armas que incluso llegaron a Iraq en vísperas de la invasión norteamericana, cuando hacía años que ese tráfico estaba prohibido.
Lo que ya no resulta tan comprensible es el caso de Francia, mejor dicho, de los tres últimos presidentes franceses: Valéry Giscard d'Estaing, François Mitterrand y Jacques Chirac. Francia, esa gran y culta nación que siempre ha permanecido en primera línea del mundo civilizado, desde los Borbones para acá ha padecido de ciertos defectos, con predominio de la envidia y la soberbia, que a menudo la han llevado a adoptar posturas pérfidas. La grandeur y el chovinismo francés nunca han soportado la existencia de otros estados poderosos en Europa, en pie de igualdad, y mucho menos de superioridad.
Pero además, en los presidentes franceses, comenzando por De Gaulle, que por inquina retrasó cuanto pudo la entrada del Reino Unido en el entonces Mercado Común y fue a Canadá a gritar Viva Québec libre, nunca ha predominado ese sentir tan noble que es el agradecimiento, de ahí que se mostrasen siempre renuentes a ensalzar las magníficas contribuciones norteamericana y británica, que en dos ocasiones consecutivas les liberó del avasallamiento del Kaiser o de la tiranía nazi. Todo lo contrario, los presidentes de la República francesa, que quede claro que no hablo del pueblo galo en su conjunto, cuando han podido han minimizado la ayuda americana de las dos guerras mundiales y de la última posguerra.
Los españoles que lean estas líneas, no exentas de cierta falta de profundidad puesto que es imposible sintetizar matices que valdrían la pena, comprenderán mejor a qué me refiero si hago una comparación a escala nacional: Francia es a Europa, como Cataluña es a España. En Cataluña se dan las características del Estado francés: Amplia cultura, capacidad de trabajo, amor a la libertad, abundantes iniciativas individuales, deseos de modernidad y un largo etcétera de virtudes. Pero también se dan el chovinismo, la soberbia, el desprecio a los demás, la envidia y el ansia de aparentar ser más que nadie respecto al Estado que les acoge, España. Y esas segundas características negativas, que Francia utiliza como armas para dominar en la Unión Europea, son las mismas que Cataluña quiere usar para imponer su criterio en España. Cataluña nunca agradecerá al resto de España todo aquello que le debe, al contrario, a menudo proclama que se siente perjudicada y maltratada. A los presidentes franceses (prefiero no hablar de Francia) les ocurre algo parecido, son incapaces de reconocer lo que se ha hecho por ellos y siempre que pueden votan contra los intereses americanos y no pierde ocasión de castigar a Israel para así agraviar a USA.
Por otra parte, si comprobamos cuál es el destino de las exportaciones francesas desde hace lustros, observaremos que un alto porcentaje corresponde a los países del mundo árabe. Si le unimos que más de un 7% de la población de Francia es de origen o religión musulmana, muchos de ellos ya votantes, es fácil deducir que la política francesa se decantará siempre a favor de los países islámicos y contra Israel. El asunto, aunque explicado muy superficialmente, nos lleva a la segunda Mano Negra, compuesta en este caso por la actual Rusia y en mayor medida, si cabe, por Francia (recordemos que ambos estados poseen veto en el Consejo de Seguridad). Así, pues, mientras ambos estados se empeñen en comerciar sin escrúpulo alguno con los países árabes y mantengan vivo su odio a cuanto representan América y su más fiel aliado en Oriente próximo, me temo que Israel deberá seguir en guardia permanente, porque la paz difícilmente se asentará si consideramos los muchos intereses y fobias que hay en juego.
Como último dato, me gustaría dar mi opinión sobre una posible entrada de Israel en la Unión Europea y en la OTAN, asuntos que estos días han circulado por Internet. La respuesta es clara: Francia no lo permitirá jamás mientras sus presidentes posean la misma calaña. Aunque también estoy convencido de que el noble pueblo francés lo vería con buenos ojos y como un posible final a tanta violencia interesada en Oriente próximo.
Artículo publicado el 16 de junio de 2004
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