Nací en la pequeña pedanía de un pueblo mediano y costero. De muy niño emigré, o me emigraron, a una de esas grandes ciudades industriales favorecidas por el franquismo con toda suerte de prebendas: Carta municipal, localización de grandes empresas, obras públicas, polígonos de viviendas sociales, etc., justo al revés de lo que se hizo en regiones más... digamos leales, alguna de las cuales aún no acaba de levantar cabeza.
Recuerdo que mi fallecida madre, que en gloria esté, me contaba que en el pueblo se conocían todos. Hablo de los años de la guerra civil española. Se sabía quien era de derechas y de izquierdas, quien lo era radicalmente o con tibieza. Se conocía a los que tenían dinero o una buena posición, como definían al burgués de entonces, y también a quien no dejaba de ser un pelagatos aunque le cambiase a menudo el cuello a su camisa para que semejase nueva.
Mi familia estaba dividida, como tantas otras. Tuve un tío abuelo farero, al que no conocí, que era muy de izquierdas y un gran ser humano, por lo que cuentan. Otro tío carnal, de la rama de mi madre, que además de bondadoso era un entusiasta del orden social y de la rectitud, a eso lo llamaban ser de derechas, palabra aplicada entonces con el mismo desprecio que ahora. Ambos murieron mucho antes de que yo naciera, el familiar de izquierdas lo hizo luchando en el bando de los nacionales y cayó en Teruel. El de derechas fue reclutado a la fuerza, me suena que en la quinta del biberón, y murió en la batalla del Ebro defendiendo al Frente Popular. Paradójicamente, cada uno de ellos creía en algo distinto por lo que luchó y entregó su vida.
Recuerdo haber oído batallitas acerca de cómo los comunistas le dieron el paseo a don Antonio el Gordo, apodado así porque probablemente tuvo un tatarabuelo de gran volumen. Que en los pueblos, ya se sabe, todos tiene su mote familiar y se va heredando. Se decía que el tal don Antonio simpatizaba con la Falange. Los comunistas jamás llegaron a pedirle que definiera sus simpatías ni fue acusado de delito alguno, simplemente lo asesinaron igual que a otros del pueblo, por si acaso.
Recuerdo también que en el seno familiar se comentaba a veces el expolio social-comunista-cenetista de cuantos bienes culturales poseía el municipio: Dos bibliotecas, un museo, varias iglesias y dos casinos, que fueron debidamente saqueados al inicio de la guerra, ya que mi familia tuvo el infortunio de permanecer todo el tiempo, hasta el día final, en zona roja. Lo de roja, que representa el mal instinto y la sangre ajena que derramaron aquellos malvados, se define así a propósito a pesar de ser un término trasnochado, como las ideas de los militantes del terror en nuestra última guerra civil.
Desaparecieron o se quemaron imágenes religiosas, mobiliario de gran valor, miles de libros, algunos incunables, y toda clase de objetos de arte, unos calcinados y otros simplemente robados y malvendidos en las poblaciones vecinas. Rara era la noche en la que no ardían hogueras alimentadas con bienes culturales que fueron atesorados a lo largo de varios siglos. Fue la era de la barbarie, la obcecación y el fanatismo más atroz cebándose en una localidad casi milenaria, paradigma acaso de lo que ocurrió en otras muchas.
En mi pueblo, el Frente Popular desarmó a la Guardia Civil, asesinó a algunos de sus miembros, los que trataron con más firmeza cumplir su obligación de mantener el orden, y al resto de los números se les envió a la prisión provincial, donde había espacio más que suficiente después de abrir las puertas de par en par a los delincuentes comunes, que en la mayoría de los casos pasaron al frente, así como a la chusma subversiva del bienio anterior.
Recuerdo también, como detalle final de los muchos que podrían ser contados -y que me contaron a mí-, que a don José, un cura bonachón y gordito que no quiso marcharse del pueblo, los comunistas lo buscaron antes de terminar la guerra y lo fusilaron en las ruinas de la iglesia en la que había sido párroco durante tantos años. A continuación, el cabecilla de los asesinos, un rojazo de alma tan negra como la antigua sotana del cura, se sentó en la barriga del cadáver y se fumó un puro.
Algunos meses más tarde, finalizada la guerra civil, prendieron al criminal que asesinó al religioso bonachón y a otras cuantas personas del pueblo, incluyendo a don Antonio el Gordo. El comunista asesino, repitamos su filiación, fue juzgado sumariamente por un tribunal militar y acabó fusilado. Hoy, según la filosofía política de Esquerra Republicana, Izquierda Unida y otros, que piden la recuperación de la memoria histórica y una comisión al efecto en el Congreso, el malvado que aterrorizó a mi pueblo durante varios años sería una víctima del franquismo. ¡Serán mal nacidos!
Artículo publicado el 30 de mayo de 2004
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