Melchor Rodríguez, alcalde de Madrid, recita un poema a la bandera republicana (1938). |
Son bien conocidos los masivos asesinatos de presos “fascistas” que tuvieron lugar en Madrid entre el siete de noviembre de 1936 y el tres de diciembre del mismo año. Salvo para aquellos indómitos recalcitrantes que cierran sus ojos a la realidad, la responsabilidad de Santiago Carrillo, consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, en esta orgía de sangre está más que probada, hasta el punto de que las órdenes de asesinato, eufemísticamente camufladas como “orden de libertad”, estaban firmadas por su secuaz y subordinado Serrano Poncela.
Sólo un hecho vino a poner fin, en parte, a esta violencia revolucionaria: el nombramiento del anarquista Melchor Rodríguez como Inspector General de Prisiones el cuatro de diciembre de 1936. Con toda justicia, este hombre de corazón noble y generoso, ha pasado a la historia con el sobrenombre de “el ángel rojo”. Hay bastantes más de 1532 razones para el merecimiento de este apodo.
Melchor Rodríguez había sido designado para ese puesto un mes antes por el ministro de Justicia García Oliver, pero apenas diez días más tarde abandonaba el cargo al recibir presiones encaminadas a que no interfiriese en las casi diarias matanzas tras su fabulosa actuación el día ocho de noviembre. Al reincorporarse a su puesto, las medidas tomadas por este sevillano pusieron fin a las “sacas”, demostrando que la resolución de un solo hombre podía imponerse a las bandas organizadas de asesinos.
Pero donde la tenacidad y valor de Melchor Rodríguez relucieron en su máximo esplendor fue en la ya mencionada acción del ocho de noviembre. Los hechos discurrieron de la siguiente manera: tras un bombardeo de la aviación nacional, una turba de ciudadanos acompañados por centenares de milicianos armados se presentaron en las puertas de la cárcel de Alcalá de Henares dispuestas a tomarse la justicia por su mano en las vidas de las 1532 personas allí hacinadas. La llegada de Rodríguez fue providencial, y utilizando sus dotes de convicción, apoyado por el poder intimidatorio de su revólver, contuvo durante horas a la masa enfurecida. Tan valerosa acción le hizo acreedor de múltiples elogios, como los de Félix Schlayer, si bien también le granjeó la imperecedera enemistad de los comunistas.
Entrevistado años después, al preguntarle por las razones que le llevaron a arriesgar la propia vida por defender las de los detenidos, reflexionaría Melchor Rodríguez: “Simplemente era mi deber. Siempre me vi reflejado en cada preso. (…) Solamente yo podía hacer esto. (…) Ninguno de ellos, de los rojos, me ayudó”. También declararía el ángel rojo estar dispuesto a “demostrar (…) la funesta política seguida (…) por Santiago Carrillo y Serrano Poncela (…) están deshonrando con su perniciosa labor al gobierno de la República”.
El final de la Guerra Civil llegó con Melchor Rodríguez ocupando la alcaldía de Madrid. Fue detenido por las tropas franquistas y, a pesar de los numerosos testigos que declararon a su favor, fue condenado a seis años y un día de prisión. Quiso el azar que la injusta pena fuese cumplida en la cárcel de Porlier, de cuyas celdas impidió en su momento Rodríguez que saliesen cientos de presos camino del tiro en la nuca. Sus resentidos compañeros de presidio le motejarían de traidor.
Existen por tanto más de 1532 excepcionales razones que justifican a todas luces el cariñoso apelativo de “ángel rojo”. Sirvan estas líneas de homenaje para Melchor Rodríguez, el hombre que con su valentía, honradez y decisión salvó miles de vidas inocentes.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 23 de enero de 2011
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