Recientemente se ha convocado en mi provincia (aunque a estas alturas tal vez ya seamos una nación o incluso un imperio) una huelga de empleados de comercios del sector textil. Pese a que mi actividad profesional en nada se relaciona con tal sector productivo, la he vivido en primera persona.
Estando en la puerta de un establecimiento del ramo, se personaron en el mismo no más de 15 ó 20 personajes, que se autopresentaron como piquetes informativos, vociferando sus combativas e ingeniosas consignas y acompañados por el ensordecedor ruido de la habitual parafernalia de silbatos, megáfonos y demás elementos sonoros.
No les puedo negar el carácter informativo: tras aporrear la puerta del establecimiento informaron a la concurrencia con lenguaje barriobajero, ademán chulesco y actitud macarra y matona de que "el establecimiento está cerrado y ya comprareis otro día, así que a la calle". Tras breve resistencia, las asustadas dependientas pidieron a la clientela que abandonase la tienda y cerraron la misma. El representante sindical de turno (que ni aporrea ni informa, dichas actividades son propias de los dóciles soldados rasos) observó el desarrollo de la escena con una sonrisa satisfecha: sus belicosas huestes habían cumplido a la perfección la tarea encomendada.
Esta veintena de personas consiguió su objetivo: cerrar la inmensa mayoría de los locales textiles de una ciudad de setenta mil habitantes. Misión cumplida y a tomarse unas cañas para celebrarlo. La huelga había sido un éxito. ¡Viva la democracia!
Está claro y todos sabemos que los sindicatos no podrían vivir del dinero aportado por sus afiliados y se sostienen con dinero público. A su supervivencia económica estamos obligados a contribuir todos: aquellos a quienes chantajean e impiden el normal desarrollo de su actividad comercial y aquellos otros que sufrimos las consecuencias de su intransigencia. Sus actividades callejeras son la esencia del comportamiento antidemocrático, del liberticidio en estado puro. Invocando sus derechos vulneran los del prójimo mayoritario. Apelando a su libertad, que no es sino libertinaje, niegan la ajena. Incumpliendo y pisoteando la ley exigen que ésta los ampare tras realizar sus fechorías. Se erigen en defensores de quien no quiere ser defendido por ellos. Cantan loas a la solidaridad desde la insolidaridad más ruin, pervertida y abyecta. En nombre del supuesto bien común, deciden y actúan por todos los que previamente han rechazado sus ideas y actuaciones. Destilan un tufillo a marxismo rancio y caduco propio de su esencia dogmática y totalitaria. Sus coreados lemas suenan obsoletos y trasnochados, más propios de otras épocas, países y sistemas políticos. Tendría que crearse un sindicato para defendernos de los sindicatos, pero probablemente acabaría convirtiéndose en la misma bazofia: antes cunde el vicio que la virtud.
Una última cosa. Volviendo al principio, una de las aguerridas ‘componentas’ (no sea que haya salido feminista y encima se me enfade) del piquete, digna sucesora de irreductibles luchadoras por las libertades como la Pasionaria o Margarita Nelken, sentenció de forma inapelable: "si yo no cobro, aquí no cobra nadie". Ejerciendo por primera y última vez de piquete informativo le diré que creo que está usted equivocada, señora mía. Me apuesto la paga de un día contra un céntimo a que el representante sindical que les acompañaba no ha dejado de ingresar un solo euro.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 5 de julio de 2010
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